Electric blue

Escuchamos una pequeña explosión en el muelle. Podía ser algunos de los icebergs gigantes en la bahía que nos despertaron por la mañana. Pero era un sonido distinto que molestó un poco al oído – aunque distante – no como el hielo precipitándose en el agua que suena a algo nunca escuchado, a un nuevo e increíble instrumento. Vimos un fuego incipiente en una de las lanchas, un poco de movimiento fuera de lo ordinario, un tipo corriendo con un matafuego. Nada serio. Cuando llegamos a la costa desde el barco remando con el bote estaba la policía. Uno de los dos era un pelirrojo furioso de pelo corto y barba profusa a lo Bonnie Prince Billy. Debajo de sus camisa remangada se veían unos tatuajes rojos. No llegaba a los treinta. Escuchaba fumando una pipa. Directo a la tercera temporada de True Detective. Así empezó el día. Siguió Paul y lo terminó la chica del futuro. Pero eso fue una semana después cuando terminamos la caminata donde vimos el campo de hielo, las montañas como volcanes apagados, los ríos de rocas y los lagos de colores. También vimos una liebre del ártico. Blanca como la nieve pasó corriendo delante nuestro y en una lomada más adelante se paró en dos patas a observar el panorama. Pero primero fué Paul. Estábamos desayunando en el barco cuando se acerco un tipo remando en un bote inflable. Ahora que lo pienso había algo de extraño en sus movimientos, como que se acercaba pero no. No estaba claro sí venía a decirnos algo. Son muy raros los veleros que llegan y simplemente se acercó a charlar. No muy alto, un pelo gris que iba desapareciendo, anteojos. Lo del pelo lo supimos cuando se sacó el gorro de lana después de un rato. Parecía distinto cuando lo llevaba puesto y allí descubrimos que no era una persona tan joven como pensábamos. Era norteamericano pero vivía en Narsaq hacía quince años con su esposa alemana. Habían vivido unos años en Berlin. No puso al tanto de las curiosidades del pueblo, lo llenamos de preguntas, nos invitó a su casa y nos propuso llevarnos en su lancha cincuenta kilómetros más abajo para que comencemos con nuestra caminata por las montañas. Un plan perfecto. Su casa estaba en una zona alta desde donde se veía la bahía y el hielo azul flotando que le da un aire de ensueño. Un hermoso jardín y una huerta que con ese día de sol (era domingo) parecía el mejor lugar del planeta. La esposa era de esas personas nerviosas y de opiniones acabadas. Contrastaba con la serenidad y predisposición de Paul. Nos invitó café. Los alemanes lo tomaron con leche que para mí estaba cortada. Nadie dijo nada peró. Me comuniqué con mi familia después de una semana. Más tarde, cerca del atardecer, dejé a los alemanes en el barco y me fui a remar a la bahía con el bote entre los icebergs gigantes. Como caminar entre un campamento de elefantes dormidos. Cada tanto crujían y algo crujía también en mi interior. Azul eléctrico como la canción de Icehouse. Altos como varios edificios. Tenía tres discos de Icehouse que nunca escuché y que Damian vendió en su disquería. Hay un fan de Icehouse ahí afuera. Damian es un genio, le escribí: Gracias por vender Abacab.

Salimos en la lancha de Paul rumbo al fin del fiordo. Velocidad y confort al servicio del hombre. Hasta que aparecieron las olas en un día sin viento. Paul dijo: no me esperaba esto. Tampoco disminuyó la velocidad y la lancha empezó a saltar y golpear como una coctelera. Todo esto entre icebergs y trozos de hielo que nos pasaban por los costados. Entonces volví a mirar a Paul y me di cuenta que no sabía nada de él, de este hombre que se exilió en un continente despoblado con una mujer que habría que evitar a toda costa. Benedicto, que me trajo sano, salvo y tranquilo desde el otro lado del océano estaba nervioso. Todos estábamos nerviosos. Un oleaje inesperado y la realidad que muta de un instante a otro. El fiordo es estrecho así que pensé que aunque el agua es helada podría llegar nadando a la costa. Paul con su amabilidad nos había tendido una trampa y nos había arrastrado a su mundo privado. Su rostro seguía impasible y en ningún momento trató de acomodarse a las olas, más vale arremetía con furia como si no existieran. Tiramos el equipaje al muelle como pudimos y nos bajamos por fin de la lancha infernal. Paul desapareció entre las olas mientras nos acomodábamos riendo y tratando de entender qué era eso que había pasado. What the fuck.

Después de seis días de caminata y ya de vuelta llegamos a una clase de granja mirando el fiordo que criaba unas pocas ovejas. Al sol delante de una casa había unos cuantas personas. Había dos chicas y dos chicos. Una especialmente bonita con una niña en sus brazos. Una belleza local exótica estilo Pocahontas. Un rato después apareció un pibe simpático con una gran jarra con café. Parecía tener 18 años, era muy rubio y simpático y era el esposo de Pocahontas. Los dos vivían en Copenhagen aunque ella había nacido y crecido en esta granja. Su tío nos trajo un pescado que después cocinamos en una fogata sobre una piedra. Le faltaban casi todos los dientes y hablaba con su sobrina en ese idioma que suena como golpes sobre madera, sonidos de pájaro carpintero, to-co-to-ko-kok. Aunque fue muy hospitalario su rostro era difícil de comprender y parecía enojado. Ella no podía ser más dulce, simple y sofisticada al mismo tiempo. Florian dijo que era la chica del futuro. Había estado seis meses en Bs As pero no conoció a ningún argentino. Caminamos un poco más hasta un promontorio de rocas con una gran vista. Hicimos una fogata y dormimos tirados en las bolsas sobre una pradera mullida como un colchón. El sol y la tierra hicieron su procesión. El cielo se volvió de un azul muy oscuro (casi negro, azul ruano como un Cocker que tuve alguna vez) con un resplandor tras las montañas. Así seguiría por unas horas y en lugar de llegar la noche más oscura de a poco llegaría otra vez el día.


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