Boedo. Soñé que tenía que dar un examen (influido como estoy por la teleconferencia de la próxima semana). Estaba con Martín creo, de quien esperaba copiarme pero me daba vergüenza. Nos ponían un cerebro que teníamos que describir como si fuéramos forenses. Las consignas estaban en inglés y tampoco las comprendía. Son las 9 de la mañana pero parece de noche. Por fin llegó la lluvia anunciada desde hace días. La ciudad estuvo envuelta en la niebla por dos días dandole un resplandor especial. Ayer cenamos con Manuela en Palermo en una mesa en la vereda bajo los árboles todavía frondosos y bajo ese resplandor de noche americana. Caminamos un rato, compramos muchos libros y charlamos varias horas. Antes, en la cronología del sueño, aunque en la noche de mañana, estaba con Laura y tal vez Paula, mis compañeras de la residencia. Otro resto diurno de mi charla con Manu. Estábamos en peligro y yo en un pasillo con las dos chicas atrás mío tiraba ruedas de bicicleta (¿?) como si fueran piedras. Los aros de las ruedas se iban acumulando pero el peligro seguía. Aparece una puerta lateral por donde yo me escabullo. Es un acto cobarde que yo justifico diciéndome que atacaría por otro lado cuando en verdad me estaba escapando. Tengo la mesa cubierta de muchos libros hermosos que ayer encontré. Esas casualidades que me hacen gastar dinero reservado para otras cosas. En pintar mi casa por ejemplo. La misma pintura y colores de aquella época siguen ahí. Si tuviera mucho dinero en verdad haría lo contrario. La abandonaría por completo. Dejaría que las plantas crezcan en la humedad de las paredes y la terraza, dejaría que fuera invadida por murciélagos y ratones de los que se alimentaría la gata. Como la vida salvaje que retorna a Chernobyl sin gente. Pero como no tengo dinero para abandonarla voy a terminar pintándola algún día para tapar el regreso de aquellos días. Mientras tanto gasto el dinero en libros. Es que de golpe varios libros por los que pregunté y busqué estaban ahí a la vista como dispuestos para mí: una crónica de Herzog, otras crónicas de viaje de Uhart, una edición en inglés de los cuentos completos de Richard Yates (¡cómo dejar pasarlo!), la primera novela de Julián López y la obra completa del poeta Viel Temperley cuyo nombre recordaba vagamente. A él no lo buscaba aunque hubo un eco en mi cabeza. Abrí un poema al azar y me conquistó. Se lo mostré a Manu y terminamos comprando un ejemplar cada uno porque nuestras vidas son senderos que se bifurcan. De todas las cosas que me contó la que más me hizo reír fue cuando vivió en una pensión con cuatro locas. Una era un correntino que fue encontrado teniendo sexo con un empleado de su padre que volvió con una escopeta. El correntino se puso en el medio y le dijo: yo le amo papa. En ese le está todo el guaraní de este mundo. El correntino tenía 13 años y el empleado 48. Se fugaron juntos. Me llegan mensajes. La primera línea del primer poema dice así: Como botas de ahogado/mis botas junto al mar se han azulado. Pero no voy a seguir leyendo. No puedo empezar nada de lo que compré porque estoy sumergido en Me llamo rojo del turco Pamuk que me esperó en la biblioteca de casa por varios años. Todo se cuenta ya por años: a veces digo algo y mientras lo estoy diciendo comprendo qué es lo que pienso, pero justo cuando acabo de comprenderlo, ya estoy absolutamente convencida de lo contrario.
Ayer, esperando la lluvia, terminé la tercera temporada de The Leftovers. Quedé tomado por Kevin y Nora. Una y otra vez evocaba en mi charla con Manuela las imágenes y la emoción que me había causado. Mayra me escribió un mensaje con idéntica emoción con el final de The OA. El final de The Leftovers es un final con esa escena tan temida por todos. Encontrarse ya siendo viejo con los amores perdidos. El tiempo irrecuperable y no hay vuelta que valga y siempre duele. Huyendo de ello me sumerjo en el presente absoluto de mi paz actual. Mi armisticio. Lleva años esta tregua. Como esta lluvia que no llega. Vuelvo por unas semanas para ver a mis amigos pero termino encerrado leyendo, escuchando música y viendo películas. Me pongo fóbico y me empieza a atacar la alergia. Ya no estoy acostumbrado al aire de la ciudad; es lo que buscaba, acostumbrarme al aire puro y vivificante del campo pero me siento un mañoso. Como voy a ir a la Luna si no respiro bien acá abajo.
Ahora ha pasado un tiempo y está todo bastante borroso. En esta época de mi vida Blur debería ser la banda que me identifique. Por el nombre digo. Seguramente en inglés debe tener muchas otras connotaciones que se me escapan. La música de Blur es lo contraria de borrosa y empañada, las canciones son cristalinas y netas. Demoramos en llegar a Estocolmo y lo hicimos esperar. Es verdad que nunca se sabe con un velero, o con la bicicleta, los tiempos son siempre aproximados y ahí está la gracia. Dependemos del viento, la lluvia, las corrientes o de la inclinación y la naturaleza del terreno. Es lo opuesto en la ciudad y también ahí está el chiste. Con la bicicleta en Buenos Aires siempre sé cuánto tardo a cada barrio y lugar. Imposible de calcular con el transporte público o un auto, nuestra venganza privada. Fue un cruce de toda una noche desde Finlandia hasta Suecia. Esas noches azules sin noche, un resplandor. Muchos barcos, mundos flotantes autosuficientes en su propia burbuja. Dejamos atrás el enorme archipiélago de islotes rocosos para empezar a ver las islas boscosas.
14 de agosto. La claridad del día hizo desaparecer a Marte que nos acompañó todo el cruce. El archipiélago parece un gran delta con la vegetación de la Patagonia. Las casas que van apareciendo son más suntuosa que las finesas. Me hace acordar un poco a la costa de Maine. Después de andar un rato apareció una isla fortificada y más allá una bahía donde anclamos. Nos tiramos al agua y nadamos alrededor del barco. Intenté sumergirme más profundo pero el agua se puso helada. Las distintas temperaturas le dan al agua una densidad distinta cada vez, como si fueran las capas de una torta. Subí a cubierta y me dormí al sol mecido por el movimiento en mi propia cuna.
15 de agosto. Estocolmo. Salí a correr muy temprano por la ciudad vacía. Hermoso y pacífico cruzar las calles y puentes como si fuera una ciudad abandonada. Anoche salimos a tomar una copa con Ben. Una gran diferencia entre lo que esperaba y lo que fue. Lejos de Radio Dept y ese pop que tanto me gusta, los bares eran pura ostentación. Rubias platinadas y porteros de discotecas por todas partes. Tomamos un trago en una barra sofisticada donde dejamos el dinero de la cena en apenas dos copas. En la esquina una gran pantalla mostraba imágenes de películas de Bergman por una gran retrospectiva. Faltaban Borg y Abba. No tengo muchas anotaciones en el diario. Un grupo de cristianos cantando a capella en un parque que llamaron mi atención, unos cuervos que parecían observar todo y sacar conclusiones y una banda pop, esta si a mi gusto, con chicos y chicas de no más de veinte. Con el gran movimiento de embarcaciones fue difícil amarrar pero lo logramos. El dueño de Marina nos recibió muy amable y nos dio el trato especial que se le da a la gente de mar que llega desde lejos. Nos ubicó en una parte tranquila junto a un viejo barco donde vivía un personaje. Al momento de llegar Detlef nos hacía señas desde el muelle. Nos había esperado tres días. Apenas nos instalamos sacó unas cervezas de su mochila y un queso. Nos contó que el último día durmió en un parque y que se le había acabado el dinero. Se ofreció a cocinar mientras Ben y yo salimos a recorrer la ciudad. Calvo y espigado como un junco. Tenía una barba de unos días que también tomaba zonas de su calvicie. Había vivido la mitad de su vida en la Alemania comunista y ahora vivía como un sibarita de la seguridad social. Cuando podía daba masajes y aceptaba invitaciones como esta. Ben lo conoció en la comunidad de Olgahof donde había dejado el barco una temporada para repararlo en el Norte de Alemania justo frente a Dinamarca. Una zona que Houellebecq describe en Serotonina cuando habla de su novia danesa. También es el escenario de varias películas de Petzold, el alemán director de Transit tan aclamada el año que pasó. Cuando estuve allí, aunque lo pasé muy bien, con su gran cantidad de lagos, la costa marítima casi siempre desierta y sus ciudades pequeñas y tranquilas no me pareció nada extraordinaria, ahora me llena de nostalgia. La noche en que cruzamos desde la isla de Gotland rumbo a Alemania, Detlef quiso quedarse solo y aprovechó para desviar el curso del barco según su conveniencia. Ben casi lo tira por la borda. Sigo leyendo a Durrell.
Volvimos a ver a Detlef en ese pueblo cerca de Wismar. Nos había hecho una invitación que jamás pensé cumpliría pero allí estábamos. Vivía en un castillo y al llegar parecía un rey. Más bien un sultán en su harem. Tomaba sol casi desnudo en el jardín del castillo rodeado de chicas, todas podían ser sus hijas. De hecho creo que algún momento del viaje había mencionado que tenía 3 ó 4 hijos con 3 ó 4 diferentes mujeres. Las chicas estaban yéndose y todas lo abrazaban al despedirse con esa efusión que tiene la gente que se dedica al reiki, yoga o hacer masajes. Detlef fue un gran anfitrión. Antes de ponerse a cocinar nos llevó por un sendero del bosque hasta la costa del lago donde nadamos un buen rato. Llegada la noche comimos junto a un gran fuego y bebimos hasta tarde. Después nos preparó camas a todos en distintas habitaciones y desperté sin saber bien dónde estaba. Nos contó que durante el invierno el castillo no tiene calefacción y todo se congela incluyendo el lago. Detlef y su reino.