Las responsabilidades relacionadas con el trabajo, las reuniones (útiles y de las otras), la vida social, los reclamos personales (desde acá y desde allá) y las películas que hay que ver. Todo conspira contra la escritura de estas crónicas. Y sin embargo, acá estamos. Felices y moviendo la cola cual can(n)es. (Este chiste va dedicado al amigo Conde, al resto de los lectores les pido disculpas).
Escribo esto desde mi hotel después de ver Venus in Furs, nueva película de un director llamado Roman Polanski. En la fila, mientras esperábamos para entrar, nos preguntábamos si el polaco prófugo se encontraba en Cannes, y llegamos a la conclusión de que no; pero acabo de verlo por las pantallas diseminadas por el Palais, y sí, está acá en Cannes. Cosas de la ley global. Me pregunto si algún periodista argentino en la conferencia de prensa le preguntará a Roman sobre el sketch de Francella y la nena.
La película de Polanski es un paso más hacia la nada. Otra adaptación de una obra de teatro (no vi la anterior, Un dios salvaje) en la cual dos personajes, una actriz (Emmanuelle Seigner) y un dramaturgo (Mathieu Amalric), tienen un duelo entre ellos (dios mío, las cosas que escribo) mientras él le realiza un casting a ella. Obviamente las cosas se darán vuelta en una especie de juego de poderes con un final particularmente grotesco en el cual Amalric terminará travestido y Seigner desnuda (apenas cubierta por una piel) poniendo caras ridículas. Así como suena. La película está muy bien fotografiada y las actuaciones son muy intensas (dios mío, sigo escribiendo estas cosas). Como todo el cine polaco y su inexplicable e histórica tradición de calidad. Ahora bien ¿a quien le puede interesar esto a comienzos del siglo XXI? Sabemos a quienes.
Only Lovers Left Alive, de Jim Jarmusch
Nebraska, de Alexander Payne
The Immigrant, de James Gray
A Touch of Sin, de Jia Zhangke
La grande belleza, de Paolo Sorrentino
La vie d’ Adele, de Abdellatif Kechiche
Y quizás un poco más abajo:
Like Father, Like Son, de Kore Eda Horokazu
Jeune & jolie, de Francois Ozon (si a esta película se le quitan los planos en los cuales no aparece la actriz protagonista Marine Vacht, es un 11).
Como se puede ver, todos nombres ya consagrados. Algunos con títulos menores en relación a su obra anterior (Zhangke, Gray, Desplechin, Kore Eda). La de Payne es una obra menor también, pero desde su misma concepción, como ambiciosa y fallida es la de Sorrentino. La de Kechiche me deja un poco afuera (reconozco que debo estar equivocado), la de Ozon tiene a la actriz más bella del mundo y la de Jarmusch es mi favorita.
La excepción de la lista y que es la que difícilmente gane algo es la de Jarmusch. Una película que celebra el ser diferente y se burla de los consagrados. Algo que es visto como un gesto elitista. Y claro que lo es. Una toma de posición poco apropiada a la hora de someterse a la democracia de un jurado de notables.
Lo único que pido, y cruzo los dedos e invoco a los dioses de la cinefilia, es que ese guionista seudo hábil devenido director de cine, que responde al nombre de Asghar Farhadi, se vuelva a su casa con las manos vacías. De lo contrario, y no quiero sonar apocalíptico, el fin del mundo estará más cerca.
Se acaba el festival y se agotan mis, cada vez, más escasas energías. Cierro esta nota al igual que la empecé (como le gustaba que ocurriese en las películas a Hugo Barrionuevo), escuchando otra canción que dice: “no sé lo que pensar”.
Que es lo que me ocurre, cuando repaso todos lo ocurrido hasta ahora en esta edición de Cannes.
Con estas dudas y temores, empezamos a despedirnos de esta nueva edición de las crónicas canninas.