El ruso malvado me dejó mal. Un amigo proveniente de ese país, en un inesperado ataque de nacionalismo, nos dice que Loveless es un poco mala, pero que al menos nos muestra una realidad de la sociedad rusa. Sorprendidos ante dicha aseveración, nos preguntamos que sería exactamente lo bueno de contar con esa información. Pero hablemos un poco de la película. Hace unos años atrás se presentó en la competencia de Cannes Leviathan, la obra anterior de este director. Era una película monolítica y perfecta en sus propios términos y formas, una de esas películas empeñadas en demostrar que el mundo es un lugar horrible, apoyadas en un guión sin fisuras y con todos los lugares comunes que se nos pueden ocurrir cuando decimos de manera prejuiciosa «cine ruso». Una película tremenda y enorme desde el título. Esto tampoco quiere decir que se trataba de una buena película. Loveless cuenta la historia de una pareja de muy buen pasar económico a punto de divorciarse, que tiene un hijo del cual nadie quiere hacerse cargo. El niño, en edad escolar, sufre mucho pero esto parece no importar a sus progenitores. Hasta que un día al niño se le ocurre escaparse de la casa. La primera parte del film es lo peor. Es como escuchar (y ver) las peleas y reclamos de unos vecinos muy ruidosos y gritones. En la segunda parte el director nos muestra a las nuevas parejas del matrimonio en sus vidas diarias, teniendo sexo, saliendo de noche, trabajando, etc. En estas nuevas vidas, sin el niño en cuestión, los recientes divorciados son felices. El párvulo sigue sufriendo. No olvidemos que la película se llama Loveless. En ella, la utilización constante y enfermiza de los celulares en todas sus variantes pero sobretodo en ese uso en particular llamado «selfie», está mostrado como uno de los males de este mundo. Idea que el director comparte con el festival. En Cannes junto a tu acreditación te regalan un pin que dice: «Soy tan patético: me voy a sacar una selfie en la alfombra roja». Y no se trata de una gracia que se le ocurrió a un vil comerciante (aunque ahora que lo escribo…), es algo que entrega el festival oficialmente. En fin, volvamos a nuestros rusos. Un buen día el hijo se escapa de la casa. Pasan los días y no aparece. Entonces se arman grupos de policías y vecinos que se lanzan a la búsqueda del desamado niño. Estos momentos son los mejores, grandes y espectaculares paisajes rusos con la nieve cayendo constantemente. (Casi escribo «como una maldición», pero no lo hice). A uno le gustaría poder disfrutar de esos paisajes tremendos en todo sentido, sin necesidad de preocuparnos por la suerte del pequeño protagonista. Pero es imposible. Al acercarse al final, el film empieza a depararnos cosas tremendas. Pero antes me gustaría detenerme en una escena. Una de las nuevas y felices parejas va a un restaurante, la cámara entra al baño y sigue a una bellísima mujer que está saliendo del mismo. La mujer mira directamente a la cámara y la voz en off de un hombre le dice que ella es hermosa, le pregunta el nombre y le pide el teléfono, la chica coquetea con esa persona fuera de cuadro y le da su nombre y número de teléfono. Luego sale de cuadro y la cámara sigue su recorrido hasta encontrar a los protagonistas. Es un momento completamente separado y ajeno a la forma en la que la película está narrada. Un momento tan raro como torpe. Hablando con un amigo que responde a las iniciales Roger Koza, llegamos a la conclusión que se trata de una escena que no llegaron a sacar del montaje final y que quizás en otro corte tenía algún sentido. Los apuros canninos a veces llevan a que las películas lleguen al festival con algunas escenas de más. Tampoco descarto que se trata de algo que escapa a mi comprensión. Pero esta escena es una rareza y nada más, sin embargo hay otro momento que termina de condenar a Loveless al peor de los infiernos. No contaremos lo que pasa con el niño, pero durante la búsqueda, aparece un cadaver en la morgue (a mi ya me asusta escribir esto) que responde a la descripción del pequeño abandonado. El director utiliza esta escena para crear suspenso y la resuelve de una manera que logra superar con creces los niveles de crueldad y cretinismo a los que nos tiene acostumbrados Cannes en su competencia oficial. Detallar la escena sería contar una de las claves en las que se sostiene el guión, así que no lo haremos. Y para ir terminando (el ruso nos llevo más tiempo de lo pensado), hay otro momento igual de cruel pero que despertó unas inesperadas risas entre los espectadores. Es el epílogo de la película: pasó el tiempo y la calma llegó después de la tormenta. Vemos a una de las nuevas parejas vivir su nueva vida. Un bebé juega mientras su madre cocina junto a su abuela y su padre mira un noticiero que nos informa de una guerra y de decenas de muertos (¿por qué no?). El bebé va de un lado a otro, se cruza frente a la tv y hace sus cosas de bebé, lo que termina irritando al padre. El padre en ese momento toma al niño de los brazos y lo tira a una cuna (aquí la audiencia estalló en risas y hay que reconocer que de manera justificada), a lo que el pequeño reacciona con un llanto desgarrador. La cámara se queda con él y sus lágrimas. Sabemos que los bebés, incluso los rusos, no actúan.
El ruso malvado (a quien me doy cuenta que hasta aquí no nombramos por su nombre, valga la redundancia) nos ocupó demasiado espacio y no nos quedó tiempo para hablar de la segunda jornada del festival. Jornada notablemente superior en donde Todd Haynes hizo llorar a los críticos, Mathieu Amalric volvió con Jeanne Balibar (al menos en la ficción) con la ayuda de Pierre León y Renaud Legrand, Claire Denis, aunque suene imposible, nos hizo reír y Valeska Grisebach con su película Western nos demostró que la escuela de Berlín sigue existiendo más allá de Toni Erdmann y su almohada de pedos. No es poco, al contrario.
Y, para colmo, en unas pocas horas se estrena Okja, del gran Bong Joon-ho.
Aquí nos despedimos nuevamente y dedicamos este texto al borrachín de W. C. Fields, alguien que nunca necesitó ocultar su odio hacia los niños detrás de películas solemnes.
Continuará.

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