Ya es hora de ir diciéndolo: María Onetto es una gran, gran, gran actriz. Dúctil como pocas, todo lo hace y en todo convence. Y está acostumbrada a tener la cámara en la nariz, en la nuca, por todos lados: ya lo hizo en La mujer sin cabeza, una de las grandes actuaciones de la década, y lo repite ahora. Grande, grande, grande. La mejor de su generación, para mi gusto. Sus roles en teatro son decenas, pero alcanza con haberla visto brillar en Nunca estuviste tan adorable, de Javier Daulte. Se comía el escenario, y ahora se come la pantalla.
Rompecabezas es -se diría- una película chiquita, pero es un placer. Desde la primera, impresionante secuencia del cumpleaños, se teje -se arma- un retrato íntimo de esa mujer que ya ni nombre propio tiene, de lo alienada que quedó en su vida de ama de casa desesperada del conurbano. No, desesperada no: porque no parece esperar nada. Es un fantasma hasta para ella misma. Y por un rinconcito chiquitito como una pieza de rompecabezas empieza, de a poquito y casi por casualidad, a armarse una vida. Otra vida. Y se descubre, entre otras cosas, talentosa.
La peli tiene trazos de comedia muy bien pintados: los hijos que crecen desafiando a los padres, el chico con novia vegetariana que le rechaza la comida a la madre, el marido ferretero que de pronto hace tai-chi, la escena en el locutorio (¡gran gran cameo de la «redondita» Graciela Bordin!) . También vale la pintura social, el viaje casi no contado de Turdera a Recoleta. El Puma Goity está muy bien; por una vez en la vida, representa a un tipo de su edad, con una mujer de su edad. De la solvencia de Arturo Goetz ya se ha hablado mucho en los últimos tiempos. Pero, insisto, la verdadera delicia es el paulatino descubrimiento de la protagonista, que se desenrolla de a poco y sin avisar.
Natalia Smirnoff, operaprimista: mis más sinceras felicitaciones.