Postales coreanas VIII – El final

En la última postal coreana me despedía diciendo que todavía quedaba mucho por contar, fotos que mostrar, etcétera, pero a pesar de ser cierto, las cosas no van a ser así.

Después de mi paso como jurado en el PIFAN, me dirigí a Seúl en donde estuve una semana trabajando en colaboración con la gente del KOFIC (Korea Film Council) para el armado de una selección de películas de nuevos directores coreanos. Dichas películas serán exhibidas –obviamente- en la próxima edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata (¡primicia exclusiva para los lectores de Encerrados Afuera!).
Mis días en Seúl fueron menos glamorosos, pero igual de excitantes que los pasados en Puchon. Mi rutina diaria había sido planificada desde mucho antes de mi llegada y junto con Woody Kim (mi jefe y ángel de la guarda) la cumplimos con un rigor militar.
A las 8:30 de la mañana Woody me pasaba a buscar al hotel y de ahí a los cuarteles generales del KOFIC en donde sólo parábamos cuarenta minutos para almorzar y seguir hasta las 18:30. En el medio, reuniones, visionado de películas y armado de presupuestos para que todo rinda al máximo. Al final de la jornada se preparaba la siguiente, y así.

Las noches, por supuesto, quedaban libres. Gracias a esa buena estrella que me acompañó durante todo el viaje, varias de las personas que conocí en el festival se quedaron unos días extras en Seúl. Entre ellos, Bo Mi Hong, programadora de PUCHON, Pierce Conran, irlandés que vive en Corea y escribe para la página Twitch, y Sten, con quien compartí las tareas de jurado durante los días del PIFAN. Unas breves palabras sobre Sten Saluveer: Sten es estonio y vive en Japón, trabaja como programador para el festival Tallinn Black Nights, produce películas y es músico amateur.
Uno de los momentos más inolvidables durante el festival, ocurrió cuando, en el medio de un Q & A (preguntas y respuestas) después de la proyección de una película japonesa en competencia, Sten pidió el micrófono y frente a una sala llena realizó su pregunta en japonés. En el momento exacto en el que Sten habló, ochocientas personas giraron sus cabezas y en toda la sala se escucho un “¡uuuhhh!” de admiración y sorpresa ante este personaje de metro ochenta de altura, rubio y con lentes Tom Ford, que habla un idioma tan ignoto a la perfección (al menos desde nuestra visión occidental). También el director de la película se sorprendió y la charla entre ellos se extendió por varios minutos. Todos seguíamos extasiados escuchándolos hablar, aunque no entendiéramos nada de lo que se decían. Háblenme ahora de nacionalismos. Fueron poco los días que compartimos con Sten, pero los suficientes como para considerarlo un hermano en este mundo de los festivales de cine.
Seúl es una ciudad moderna o mejor dicho: nueva. Un lugar que se renueva constantemente, sin por eso olvidar la preservación de ciertas áreas. A diferencia de Buenos Aires; una ciudad vieja y rota, en la que lo que se rompe, se arregla hasta que se vuelva a romper y así, sin ninguna idea de planificación a futuro. Buenos Aires -tan melancólica ella- admira y vive de un pasado al que maltrata en el presente. Seúl cree en el futuro respetando su pasado.

Las noches en Seúl eran divertidamente rutinarias. Salir a caminar por ahí en plan turista, para más tarde comer en algún lugar y de ahí terminar inevitablemente en algún bar.
Fue una de esas noches, después de visitar una muestra dedicada a la historia de la publicidad en Corea, que alguien del grupo nos propuso ir al bar en donde Hong Sang Soo filmó The day he arrives (2011). En ese momento, después de evitar el desmayo, logré concentrarme lo suficiente para no gritar como un demente y sólo decir: “Si, claro, vamos”. Algunos del grupo argumentaron que quedaba medio lejos, que era difícil de encontrar, que no era gran cosa, etc., el sentido común prevaleció y hacia ahí nos dirigimos. Tenían razón los que decían que quedaba lejos y que era difícil de encontrar, pero estaban muy equivocados los que sostenían que no era gran cosa. Después de dar vueltas y avanzar y retroceder varias veces, dimos con el callejón sin salida en el que se ubicaba el bar en cuestión.

Al llegar nos recibió su dueña, Yoem Ki-Jung, con un asombrado: “¿Por qué vienen acá?”. Adentro del bar solo había seis personas y el grupo de la dueña, que no llegaban a ser cuatro más. Imaginen el rostro de esa gente al ver entrar a un estonio, un argentino, un americano y un irlandés acompañados de dos coreanos. Suena casi como el mejor comienzo de un chiste de la historia. Ni bien nos sentamos la dueña nos explicó la mecánica del lugar, que consistía básicamente en ir hasta la cocina y traerse las bebidas que uno quisiera.
Al rato de estar bebiendo, la anfitriona se sienta en nuestra mesa. Todos les cuentan que yo soy argentino, ante lo cual Yoem Ki-Jung me dedica su versión de No llores por mi Argentina, logrando, obviamente, todo lo contrario. Entre su repertorio también está Somewhere over the rainbow, cantado en un particular y sentido inglés. Pero daba lo mismo lo que cantara Yoem, cada vez que empezaba con una nueva canción, yo lloraba. Y no hablo de lágrimas que se podían disimular, hablo de verdadero llantos desconsolados que no había manera de ocultar, excepto yendo al baño al lavarme la cara y disimular mis ojos cada vez más rojos (y no sólo por las lágrimas).

En la entrada al baño, para empeorar las cosas, había un afiche de The day he arrives medio roto.
La noche siguió, pero de esa parte sólo tengo imágenes sueltas. Sten tocando el piano, gente en la mesa que se dormía sentada sin ningún tipo de pudor, solo para despertarse al rato y seguir bebiendo. Otros que cambiaban de mesa para sumarse a brindis ajenos, más canciones de Yoem Ki-Jung, más lágrimas del argentino llorón y así, hasta que en algún momento nos fuimos entre abrazos y promesas de volver a vernos.

Antes de venir a Corea, mi amiga Luna (una coreana que extrañamente elige vivir en Buenos Aires) me dice que tengo que conocer el país para entender algunas cosas que sólo he visto en las películas. No sé si la frase es del todo cierta. Lo que sí sé es que el cine de Hong Sang Soo nace de su talento único, obviamente, pero la materia prima de donde proviene está en este tipo de lugares. Después de todo, quizás tenga razón Luna.

Hubo otras noches y todas fueron divertidas y particulares, pero ninguna como la noche en la que conocimos el bar en donde Hong Sang Soo filmó gran parte de The day he arrives. ¿Cómo superar eso?
Si un día de estos abandono todo y me retiro a un fumadero de opio (viejo sueño de juventud desde que vi Érase una vez en América) no hay duda que en mis sueños opiáceos este es el lugar al que voy a volver eternamente.
El resto fue más trabajo y más noches de caminatas, bares y soju. Y despedidas, claro, la parte más dura de todo viaje. Aunque siempre hay un momento en el que uno sabe que tiene que irse. No volver, irse.
La noche que me despido de Sten, lo hacemos como si fuéramos a vernos al otro día, aunque es probable que nunca nos volvamos a ver en persona.
El día que me voy, Woody me pregunta que quiero hacer. Le digo que, por extraño que parezca, me gustaría ir al cine ya que desde mi llegada a Seúl no había podido hacerlo. Paradójicamente, el motivo fue que estuve encerrado mirando películas. Woody no lo duda un segundo y arregla todo para que vayamos a ver The Dark Knight Rises al I-MAX ubicado en el World Cup Stadium (impresionante estadio construido para el mundial de fútbol Corea – Japón 2002). Mis últimas horas en Seúl, y yo viendo un blockbuster hollywoodense. Cinéfilo se nace, se vive y se muere. Contra eso no hay nada que se pueda hacer. Después de la película, nos fuimos a recorrer el bohemio barrio en donde vive Woody y listo.
Hasta acá llegó el viaje.

En el colectivo que me lleva al aeropuerto, me siento atrás de dos señoritas chinas. Una de ellas llora desconsoladamente. Aprovecho su llanto para ocultar el mío. Durante el viaje pasan por la ventana del micro paisajes que hasta ese entonces no había visto. Grandes extensiones de agua y pequeños islotes que remiten a esas películas coreanas que transcurren en zonas rurales.
Todo aumenta la tristeza de la despedida.
No entiendo porque llora la joven china, pero la comprendo.
La última vez que llore tanto al irme de un lugar fue cuando me fui del BAFICI, pero ahí había pasado más de diez años de mi vida.
En Corea solo veintiún días.
Ahora si, entre tristes y patéticos lloriqueos, se despiden definitivamente estas postales coreanas.

Será hasta la próxima.

Marcelo Alderete

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2 Lectores Comentaron

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  1. Aldemarce on 3 septiembre, 2012
    ¿Cómo "casi"? Ni eso me sale...
    Abrazo grande y gracias por el comentario.
  2. Quintín on 2 septiembre, 2012
    Casi me hacés llorar a mí también, Alderete.

    Me encantó la crónica.

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