(REPORTA DESDE CANNES, MARCELO ALDERETE, AMANTE DEL PONT NEUF)
A veces, uno se equivoca. En verdad, muchas más de las que quisiera, y eso pasa con nuestra grata tarea de programadores. El apuro de ciertos tiempos acotados, los prejuicios, el no saber mirar lo que realmente hay que ver, todo esto hace que cada tanto no veamos ciertas películas de la manera que estas las merecen. Kill List, de Ben Wheatley es una película que fascinó a mi compañero, colega y amigo de andanzas Pablo. Al verla en su momento, yo, un niño criado bajo los saberes y mandatos de los Cahiers du Cinema, la ví con todo mi prejuicio encima. Ya sabemos lo que los Cahieristas opinaban, sobre todo ese villano favorito de Godard, acerca de la inutilidad del cine ingles. No es que tal aseveración sea falsa, pero como toda generalidad encuentra su excepción, y Kill List es esa excepción. O una de ellas, al menos. Pero no vamos a hablar aquí de Kill List , o no mucho. Para los que la vieron, saben que su trama mezcla de manera ingeniosa, pero no con el ingenio como recurso, el género de películas de gangsters británicos y películas de terror de sectas. La mezcla es extraña, y el resultado da una película seca (en el mejor sentido de la palabra), debido a la seguridad de Wheatley en su puesta en escena, y en su mezcla exacta de realismo a lo inglés, atravesado por lo fantástico.
Ben Wheatley acaba de estrenar en este festival de Cannes, en la Quinzaine de realisateurs, su nueva película Sightseers. Esta vez, para sorpresa de muchos, se trata de una comedia, negrisima, pero comedia al fin. Sightseers cuenta la historia de una pareja que sale a recorrer en un auto con motorhome detrás, paisajes de la infancia de uno de ellos, en la campiña inglesa. Y así, mientras realizan este viaje, van asesinando gente. A pesar de no tener nada que ver con aquella, tranquilamente podría llevar el título de Honeymoon Killers.
Wheatley vuelve a trabajar con personajes grises y de clase media pero -extrañamente por tratarse de un inglés- nunca es condescendiente o los mira por encima del hombro. O lo hace muy poco. Se trata de un cineasta inglés, tampoco exageremos y le pidamos mucha humanidad. El trabajo de Wheatley con su director de fotografía (también responsable de la imagen de Kill List) es notable. Juntos logran mostrar un mundo horrible de la mejor manera posible, sin caer nunca en la estilización de esa fealdad, sino mostrándolo de una manera exacta hasta en sus más mínimos detalles.
A igual que en la reciente God Bless America (que funciona como una versión americana y menos lograda de Sightseers), aquí el infierno son los otros. Ben Wheatley, junto al trío compuesto por Edgar Wrigth, Nick Frost y Simon Pegg, le están agregando un poco de gracia (y cine) al cine inglés. O al menos a cierta parte. No hay que olvidar que Ken Loach, en la sección oficial de este Cannes, sigue trabajando como el portavoz de los humildes simpáticos y, ya transformado en el cineasta oficial de Inglaterra, parece haberse olvidado todo. Inclusive que alguna vez fue un cineasta.
Volviendo al tema de las equivocaciones. En aquel entonces, mientras el amigo Pablo trataba de convencerme de las bondades de Kill List, otra película inglesa hizo su aparición en el festival para el cuál trabajamos. Esta vez sí, un compendio de todas las maldades (en todos los sentidos) dignas del cine inglés. Incluído el uso de la palabra redención. Esa película era Tyrannosur. Y todo sabemos lo que terminó ocurriendo con esa infame antigüedad de película (que bien indica su título).
Pero, mejor, vean un clip de Sightseers.
Hace mucho tiempo, en ese lejano país llamado Argentina, las películas de Leos Carax tenían estreno comercial. Así fue como, en algún momento de la década loca de los ‘80, pudimos ver Mala sangre en un cine de la calle Lavalle y salir sorprendidos y exultantes de una película que parecía un compendio adolescente de la obra de Godard. Un Godard for dummies. Pero eso lo supimos después. Un tiempo más adelante. Más allá de la explosión del VHS, la obra de JLG era en una gran e importante parte desconocida para los jóvenes argentinos. Sospechábamos la influencia, pero era otra cosa lo que nos tomó por sorpresa. Quizás fue ese romanticismo a prueba de todo. Esos amores imposibles que sin embargo no se niegan a ser eso: amores e imposibles. O fueron sus protagonistas (en ese entonces rostros desconocidos) Dennis Lavant, Juliette Binoche y July Delpy, quienes corren desesperados durante toda la película en busca de ese amor que está todo el tiempo a la vista, presente y sin embargo empeñado en escaparse.
El resto del elenco no era menos sorprendente y canónico: Michel Piccoli (Godard, claro, pero también toda la historia del cine francés moderno), Serge Reggiani (por si faltaba un guiño a la historia del cine) y Hugo Pratt (el verdadero padre de la aventura), en papeles de gángsters que ven como el mundo que habitan (el cine que habitan) ya empezaba a desaparecer.
La historia de Mala sangre es simple. Alex, un joven de pasado turbulento e hijo de un afamado ladrón, hereda el lugar de su padre en el último robo de una banda de malvivientes más cerca del ocaso que de sus mejores momentos. En el camino, huye de un amor para terminar encontrándose con otro (posible el primero, imposible el segundo). El objeto a robar es un antídoto contra una enfermedad que contrae la gente que hace el amor sin estar enamorada. Todo es movimiento, fuga, y escape en esta película, y momentos y frases epifánícas.
Alex huyendo de su novia y logrando escapar con la ayuda de un guarda de subte. Alex imitando a un bebé para, inmediatamente, salir corriendo por las calles de una Paris (recreada en estudio) al ritmo de Modern Love de David Bowie. Alex realizando trucos de magia y ventriloquia para consolar a su amor imposible. Y el final –inolvidable- con La Binoche corriendo y su rostro manchado de sangre, mientra Delpy también corre en su moto. Y las frases, escuchen: «algún día me olvidarás»‘ le dice Alex a su novia abandonada, «Un día. O dos»‘ le responde ella. «Tu sí que has encontrado…la sonrisa de la velocidad» (¿cómo saber, en ese entonces, que esa frase pertenecía a una canción de un tal Leo Ferré?), dice Alex, y realiza un movimiento con su brazo, rápido, torpe y moribundo, todo a la vez, para representarnos esa idea de la velocidad y la felicidad. «Trágate las lágrimas, trágatelas», le exige Alex a Anne, hablándole –literalmente- desde las tripas.
Pasó el tiempo, y Carax realizó su otra obra maestra: Los amantes de Pont Neuf. Y aquí es donde las cosas empezaron a complicarse. Problemas de producción, un presupuesto millonario y un director megalómano, la transformaron en una de las películas más caras de la historia del cine francés. Una sola línea del guión: «Axel y Anna hacen esquí acuático en el Sena», llevó meses y meses de rodaje. La que iba a ser la consagración de Carax, termino siendo su condena. Pero las cosas iban a empeorar.
Pola X, realizada mucho tiempo después, solo complicaría aun más las cosas. Basada en una historia de Herman Melville y protagonizada por los finados Guilleume Depardieu y Katerina Golubeva (a quien está dedicada Holy Motors), Carax llevaba su aura de maldito un paso mas allá y, parecía, lo perdíamos para siempre. No es que Pola X no tenga sus méritos, pero, para un joven maldito no hay nada peor que ver cómo pasa el tiempo y ver que lo de joven y maldito, sólo queda lo último. Después de esta oscura historia de inmigrantes, amores terribles e incesto, Carax desapareció, volviendo brevemente para realizar algunos cortometrajes. Hasta que, cuando nadie lo esperaba, aparece Holy Motors.
Al principio de Holy Motors uno se espera lo peor. Carax, autodedicándose su propio 8 y medio, (aquella película enorme, brillante y agotadora que Fellini se dedicó para terminar de armar su personaje y establecerse en el cánon de grandes e inmortales autores del cine, he ahí lo «Fellinesco», término que se usa para describir escenas de circo, multitudinarias, o de gente gritando). Pero Holy Motors es algo diferente. Al verla, uno no puede dejar de imaginarse a Carax anotando todas sus ideas para futuras películas en una libreta, y en un momento darse cuenta que todas esas ideas eran su nueva película.
¿Para qué hacer una película entera, si con un par de escenas ya la podemos contar? No en vano en el pressbook de la película, entre varias citas de literatos, aparece J.L.Borges (J.L., como Godard). Eso es, de alguna manera y entre muchas otras cosas, Holy Motors. Una fantasía tecno-erótica, una fabulosa (y farsesca) relectura de la bella y la bestia, la historia del doble (de nuevo Borges), el viaje entre un padre y su hija, un musical y, por sobre todas las cosas, un homenaje de Carax a su eterno alter ego, ese gran actor que es Denis Lavant.
Holy Motors, dentro de la película, es un garage donde duermen varias limousinas que recorren la noche parisina. En ese garage, que también es la película, parecen vivir todas las historias que el cine ya no sabe cómo contar o qué hacer con ellas. Holy Motors es una pelicula inabarcable. Habrá que volver con más tiempo y sobre todo, con más calma. Volvió Leos Carax y ya no es aquel joven con pose de maldito, ahora es un director de cine, extremadamente generoso con su arte.
Y aquí los dejo, espero no haberlos cansado con tanto palabrerío, por (muchos) momentos, inconexo. Sabrán disculpar la velocidad y excitación que provoca este lugar, y, sobre todo, mis limitaciones. Ahora sí, los dejo. Me espera el maestro que le falta a este festival. El gran Cronenberg, difícil que nos falle. Larga vida a la carne nueva, mis queridos lectores.