Paladar rojo

Apuntes sobre una estética de la hinchada de Independiente (o cómo Jean-Luc Godard sería hincha del Rey de Copas)

Las discusiones en materia futbolística tienden a quedar muy por fuera del alcance de la estética. Claro, están los Bielsa, que nos recuerdan que el fútbol es un hecho estético, o los Cappa, que a partir de sus conocimientos filosóficos intentan educar platónicamente a sus jugadores (a través de la gimnasia y la música). Estos últimos buscan deconstruir derridianamente las estructuras del discurso futbolístico, logrando poco menos que nada, antes de irse con una puteada al mejor estilo Luppi y denunciar el negocio de la redonda (todo en un tono muy adorniano y negativo, claro está). Pero en el ardid de la charla de café, los argumentos nunca rebasan del estado de salud (actual o potencial) de los players: del «ese es un muerto» al «hay que matarlo», por poner solamente dos ejemplos.

En una de las tantas charlas que mantenemos con el amigo y colega @mauisintuiter, y ante un sensiblero (e irreproducible) mail mío sobre las agónicas (para seguir con la medicina) y aparentemente últimas jornadas de nuestro bien amado Independiente en primera, el muchacho se despachó: «Igual, todos los hinchas de todos los equipos son iguales…». Esa frase motiva este abstract, dirían los amigos investigadores, estas palabras preliminares o apuntes sobre la estética de las hinchadas.

¿Qué diferencia una hinchada de la otra? El nombre que se ponen, me diría mi vieja. Sí, es verdad, pero en parte. No es lo mismo llamarte «La 12», que «La guardia Imperial» o «Los borrachos del tablón». Tampoco los colores son (habría que desechar la obra de, entre otros, Kandinsky) potenciales exponentes de lo que distingue a los rojos (en el caso de mi equipo) de los blancos y celestes (el color de la camiseta de Racing, su archirrival, para los desprevenidos). No, si el rojo está ligado a las pasiones, a la exterioridad, no sería lógico que nosotros fuéramos apodados «amargos». Tampoco los hinchas de Racing, con su conjunto celeste, hermano del azul (un color que inspira, según el pintor, profundidad), tendrían que ser conocidos por gritar como desaforados cuando un defensor revolea la pelota a la tribuna, o la pelota más una pierna a la tribuna, o simplemente cuando pierden 3 a 0 y Agüero les hace un gol de toda la cancha (perdón, me fui a la mierda).

Hay, según entiendo, algunas marcas históricas, cortes en la diacronía estética de las instituciones, que van forjando los gustos de sus hinchas. El de Independiente es, o lo fue hasta hace muy poco, bastante claro. El reconocido «paladar negro» del hincha del rojo eshoy más bien una herencia que se debate, un prócer al que se le aplica el revisionismo del Instituto Nacional Dorreguiano, o como se llame.

Durante muchos años, desde aquellos primeros tiempos de la Doble Visera de cemento en que Erico hacía 74 goles por partido, pasando por los gloriosos ’60 y ’70 con Bochini, Bertoni, Pavoni y compañía, la parcialidad roja fue reconocida por, como dije, «amarga». Son numerosas las ocasiones en que el equipo ganaba cómodo y la gente silbaba, porque al menos en esa época, al parecer el público buscaba algo más que ganar medio a cero y volver a la casa para ver los afiches pedorros que cargan al rival.

La configuración de la hinchada de Independiente se solidificó a partir de ese axioma del «jugar bien», algo así como la traducción del lema brasileño «jogo bonito». Algunos clubes como River (quien en la historia local es mucho más grande que Independiente, no así en el palmarés continental) también lo tienen en su sangre. En oposición, clubes como Boca se han destacado por una extraña capacidad de triunfar de casualidad (por no llamar a esa característica una «estética del orto grande como una casa», hecho a abordar en otras crónicas), o con mucho ímpetu y agallas, en el mejor de los casos. Están los que nunca ganan nada pero dejan todo, los que de ese triunfo trunco han hecho una épica (Racing, sin ir más lejos), o quienes se constituyen muy fuertemente  a partir de su lugar de pertenencia, un barrio o localidad (como San Lorenzo, que es de Almagro, tenía la cancha en Boedo y ahora juega en el Bajo Flores. Perdón, me refería a San Lorenzo y su lucha por volver a Boedo).

Pero no, nosotros debíamos jugar lindo y ganar bien, pasarnos la pelota, construir, hacer del hecho estético un acto colectivo, apoyarse en las grandes individualidades pero al amparo de una estructura grupal, un coro que le devuelve la pelota al agonista. Pero claro, agonista y coro me remiten a la tragedia: el descenso.

Es un embole hablar de lo que hizo que Independiente cayera en el pozo, el que quiera lo puede buscar y está muy claro. Sacando el tema político/económico, en lo estrictamente estético también se nota la renuncia de categoría. Generaciones que dejan de ver a su equipo jugar bien le piden que gane como sea, que si es necesario sacrifique todas las reglas que constituyeron las bases del éxito para aplicar una forma urgente, el carusolombardismo hecho práctica política. Y ahí vienen los pelotazos, los pases de tipos fantasmas, los «estoy muy feliz de jugar en un club tan grande y con tanta historia», es decir, viene la desesperación.

Porque en el hecho de pasarse la pelota hay un gesto político y, como dijo Rancière, política y estética van de la mano como fresco y batata, como Olmedo y Porcel. En ese gesto de complicidad, de astucia deportiva de ver el hueco y conectar con un compañero, en la complementariedad, hay una toma de posición. Porque no es lo mismo revolearla que levantar la cabeza y hacerse cargo. Porque no es lo mismo ganar por un gol en contra que por mérito de la estrategia. Así, la premisa del fútbol como hecho estético deja de tener simplemente connotaciones deportivas.

Entonces, ¿qué llevó a los hinchas de Independiente a dejar el paladar negro en la casa y a preferir la emergencia del pelotazo? Bueno, ahí aparece la relación entre la historia del fútbol y la Historia, y aunque para explicarlo bien habría que hacer todo un recorrido por sus relaciones, permítanme omitir eso diciendo que, en principio, el fútbol no es lo que era. Que ha cambiado y que «ser grande» es hoy menos un orgullo que un lastre, porque para ese tándem de cinco (o seis, si le suman a los que piden entrar al club de los cinco, que no es el de la colorada Molly Ringwald pero algo de eso hay) la Historia se ha vuelto una piedra pesada para cargar. Ir de punto es la premisa, en resumidas cuentas.

Las marcas textuales que hicieron a Independiente «el orgullo nacional» deberían ser las que nos saquen del ostracismo de la B. Claro que no le podés pedir a un Battión que juegue como Marangoni, ni a un Caicedo que se convierta en el (RIP) Palomo Usuriaga. No. Pero sí podemos ensayar una vuelta al origen (diría el amigo Artaud), oponer a la máquina del resultadismo las bases del buen juego que constituyen nuestra identidad. En criollo: «racinguizar» el descenso de Independiente, romper las tribunas, matar diez pibes y quemar mil autos, además de ser un crimen con fuertes sanciones (?), no va a devolvernos al paraíso futbolístico. Porque tampoco aplaudir cualquier cosa es signo de buen gusto, de apoyo. El oficialismo estético es siempre dudoso, no sólo en términos de gusto sino también en su ética.

En tiempos de hibridación cultural, cuando la identidad es un flujo que va y viene, el reverso y la oposición manifiesta a la forma pelotuda y barrabrava del aguante debe ser nuestro paladar negro. Si todos los hinchas reaccionan de una manera ante las peores catástrofes futbolísticas, tratemos de distinguirnos, de volver a la esencia de creer en el juego como un factor ineludible. Lloremos, puteemos, claro, es la catarsis necesaria ante la realidad inevitable. Pero «lo abyecto», como diría Daney que dijo Rivette, no es el descenso, al menos no el futbolístico. Lo que no podemos permitir es dejar a un lado el componente vital del hecho estético, ese gen de memoria que nos conecta con el pasado y nos diferencia, nos da una especie de documento. En la diferencia podemos distinguir lo que es propio de lo que no, hacer de lo bueno una bandera y de lo malo (eso de que somos amargos) también. Soy amargo, no aplaudo cualquier cosa, como dijo Godard (?).

Pero seamos nosotros, como piden las banderas. Y hoy, cuando todo parece que vamos al peor de los destinos (a ese al que nunca fuimos), patear la pelota afuera es seguir haciendo de cuenta que no pasa nada, que ya va a pasar. Para construir hay que pasarla, no sacársela de encima, habrá que levantar la cabeza y mirarnos entre nosotros. Y ahí está la identidad, no en los títulos, ni en la historia ni mucho menos en este desdibujado equipo que pareciera no entenderlo.

Tomás Dotta (@tomasdotta)

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2 Lectores Comentaron

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  1. Tomás Dotta on 12 junio, 2013
    Hola David. Acuerdo en parte con lo que decís.

    Por un lado, es cierto que (creí que estaba claro en el post) el paladar negro es hoy más un carnet, un documento, que una realidad. Y mi idea es que justamente porque eso se convirtió en solamente una snobeada pienso que llegamos a donde llegamos. Si hubiéramos seguido en la línea original, quizás la situación de Independiente no sería la de hoy. Pero como digo en alguna parte de la nota, no sólo Independiente (y su hinchada) cambió, sino que el fútbol por completo lo hizo.

    Sin dudas, Riquelme es ese jugador que sigue pensando con la pelota en los pies como lo hacía Bochini. Ahora bien, a Riquelme se lo habrá silbado (no estuve en la cancha ese día que mencionás) más por jugar en Boca que por él en sí mismo o su forma de jugar. Quiero decir, tiene más que ver con la rivalidad que con otra cosa.

    Lo de JLG es parte de un juego, una impostura con intención humorística. Pero más allá de la joda, hay algo de resistencia que me interesa plantear. Lo puse a él de ejemplo porque su pinta de enfant terrible lo pone siempre del lado de "la resistencia". Pero, de nuevo, es una broma.

    Saludos y gracias por el comentario, Tomás.

    PD: Igual, JLG sería del rojo. No hay dudas, je.
  2. Anonymous on 12 junio, 2013
    Para mí, el mito del "paladar negro" se terminó hace unos años, cuando Riquelme jugó en la cancha del Rojo(después de volver de Europa y de negarse a jugar en la selección por pedido de la madre), cada vez que tocaba la pelota era silbado por todo el estadio. No vi más que videos de Bochini, ¿pero no es Román el tipo más parecido su juego? Si al jugador que más se asemeja al Bocha lo chiflan, el "paladar negro" es sólo una postura snob para jactarse de un gusto exquisito por el juego que no existe en la realidad. Justamente, si hay un autor cinematográfico que da para comparaciones snob, es Godard. No porque él lo fuera, sino porque uno puede decir "a mí me fascina la nouvelle vague", y en realidad no entendés nada de lo que estás mirando, pero queda precioso decirlo, del mismo modo que se levanta una bandera por el "jogo bonito".

    Saludos,

    David

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