El domingo por la mañana recibí un mail de Alejandra Trelles (una de las responsables actuales del Festival de cine de Montevideo y la Cinemateca uruguaya), contando que Manuel Martínez Carril, quien en estos últimos años desempeñaba el cargo de director honorífico de la Cinemateca, había fallecido. No sé exactamente qué día fue. La noticia, como suele ocurrir con las noticias que informan de la muerte de alguien que uno conoció, primero me causó sorpresa y más tarde tristeza. A Manuel (a quien siempre llamé por su nombre y apellido completo, pero me doy cuenta de eso ahora, al escribir sólo “Manuel”) lo conocí primero por correo. En esa época yo trabajaba para el BAFICI como coordinador de tránsito de copias y personalmente, más tarde, en las oficinas del festival, cuando estaban en el piso 8 del edificio del Teatro General San Martín. En ese lugar siempre incómodo y lleno de gente, conversamos un rato sobre las copias de películas que debían ir a Montevideo. Por ese entonces yo realizaba una tarea que provocaba terror y respeto en los productores y directores de turno, y me solía permitir un pequeño gesto que rozaba lo ilegal (les aseguro que más ilegal era el sueldo que me pagaban), que consistía en hacerle solventar al BAFICI (o en su momento al Festival de Mar del Plata), la parte del transporte de copias que, en verdad, le correspondían al festival uruguayo. Era un pequeño gesto de justicia cinéfilo. El Festival de Montevideo siempre (incluso al día de hoy) sufrió problemas económicos. Me dirán que los festivales argentinos también, pero no hay punto de comparación. Me permito confesar estos pequeños crímenes, los cuales, creo, están a punto de preescribir.
Mucho tiempo después, casi en otra vida, me volví a encontrar con Manuel. Esta vez fue siendo parte de un jurado con él y una ex ministra de cultura de Uruguay. Siempre pensé (hasta el día de hoy), que ubicarme a mí en ese grupo fue un gesto de irresponsabilidad absoluta, de parte de quien sea que haya tomado la decisión. Más tarde me enteré que Manuel no solo había estado de acuerdo en mi inclusión, sino que también había dicho palabras muy amables sobre mí y que lo ponía muy contento mi participación.
Durante el festival casi no nos vimos, pero cada vez que lo hacíamos, se encargaba de recordarme anécdotas sobre el transito de copias que sólo nos causaban gracia a nosotros dos, los únicos protagonistas de tan sufrida tarea. Cuando nos juntamos para dar nuestro veredicto, si bien hubo algunas divergencias y gustos casi opuestos, llegamos rápidamente a una decisión que nos dejó conformes a todos. A pesar de la rapidez del fallo, Manuel insistíó en que conversáramos sobre los motivos de nuestras elecciones.
La última vez que lo vi fue durante el pasado Festival de Montevideo, luego de una charla sobre la restauración de la película Almas de la costa (1923), primer largometraje filmado en Uruguay. Nos saludamos rápidamente, como suele ocurrir en los festivales, y cada uno siguió con lo suyo.
No soy quien, sobretodo por ignorancia, para hablar del trabajo de Manuel; quienes quieran saber más sobre esto, pueden leer el libro de Carlos Maria Domínguez, llamado 24 ilusiones por segundo – La historia de la Cinemateca uruguaya. También sé que hay mucha gente con la que estaba peleado por diferentes motivos o de quienes no tenían la mejor opinión sobre él. Estar tanto tiempo en un lugar de cierto poder y toma de decisiones, siempre suele llevar a eso. Es inevitable. Repito, no tengo conocimiento, ni autoridad para hablar de esto. Conmigo siempre fue amable y generoso. Desde mi temprana cinefilia siempre vi a la Cinemateca de Uruguay y a Manuel, rodeados de un aire mítico. Incluso después de conocer la realidad que siempre suele distar mucho de nuestras fantasías, esa imagen se mantuvo.
Pero volvamos por una vez más al pasado. Festival de Mar del Plata, no importa el año, hace mucho tiempo atrás (digo esto para justificar la perdida de mi memoria). Con Manuel habíamos arreglado para que alguien de Montevideo pase a retirar algunas copias durante el evento marplatense, de otra manera, las películas no iban a llegar a tiempo. Después de ese arreglo, se fueron sumando títulos hasta llegar a 20 películas, más o menos. Estamos hablando de una época en donde reinaban las copias en 35mm. Llegó el día y las películas estaban listas en sus cajas, esperando en el depósito a que lleguen los uruguayos. Todo esto en medio de la locura del festival. A la hora señalada (valga el obvio pero inevitable chiste cinéfilo) llegaron los charrúas. No recuerdo el modelo, pero se trataba de un auto no muy grande y poco apropiado para el transporte de unas 20 cajas (medidas: 40 X 30 aprox., peso: 25 kilos cada una, también aprox.). Pero mayor fue mi sorpresa cuando del auto bajó Manuel acompañado de otra persona. Nos saludamos, le exprese mis dudas sobre la probabilidad de que todas las cajas pudiesen llegar a entrar. Con la ayuda de la otra persona que había venido con Manuel, nos pusimos a cargar las películas. La sorpresa continuó cuando el mismo Manuel su puso a subir cajas al auto. Un hecho único en la historia: el director de un festival de cine realizando un esfuerzo físico. Evento que, hasta el día de hoy, nunca se volvió a repetir. Finalmente, y no el primer intento, todas las películas entraron. La baulera, cerrada con unas piolas, dejaba ver los rollos de películas, mientras el chasis amenazaba peligrosamente, debido al peso del auto, con tocar la calle. Todavía sorprendido por la imagen y el posible trágico futuro del auto y sus tripulantes, nos despedimos con Manuel, a quien llegué a decirle que me avise una vez que hubieran llegado. Y así, los amigos uruguayos partieron lentamente a sus tierras en donde los esperaban el público y la organización. Finalmente llegaron bien y los films fueron proyectados en fecha y hora. Esa imagen es la más linda (y divertida) que tengo de Manuel y con la cual me gustaría recordarlo: atravesando fronteras arriba de un auto destartalado lleno de películas ante la mirada atónita de los agentes de aduana, quienes (como cualquier persona normal) jamás entenderían que todo ese esfuerzo, era simplemente para lograr que las películas lleguen al público. Una tarea a la que Manuel Martínez Carril le dedicó toda su vida.
Marcelo Alderete