*Lo siguiente es más una catársis entusiasta mal dirigida que un análisis, sepan disculpar.

Solamente en cada peinado de Laura (Lou de Laâge) la criada, huérfana, amante de aristócratas, devenida en neoaristócrata eclesiástica, intensa, siempre agonizante y majestuosa, hay más perfección de la que somos capaces de tolerar, y me atrevería decir de la que somos dignos. Así como Misterios de Lisboa, Le Cahier Noir es también una máquina de melodrama perpetuo, que produce drama sobre drama hasta dejarnos exhaustos… ¿aunque quién puede cansarse de tanta fantasía? Como no puede ser de otra manera, las historias se inscriben en esa época pre y revolucionaria de finales del siglo XVIII en la Europa rica, donde todo era posible, y lo prohibido y lo audaz convivían a veces en la misma sala. Mientras el viejo régimen se derrumba, Laura cruza toda Europa, de Francia a Italia, de Italia a Inglaterra, de Inglaterra a Italia muriendo de desamor, descubriendo su historia, buscando a su protegido, siendo pobre, siendo rica, agonizando, revitalizada, agonizando de fiebre de nuevo, con vestidos desmesurados, desmayada, reluciente. Todo puede pasar en el libro negro del Padre Dinis, paternidades enigmáticas, erotismo irrefrenable, cardenales ejecutados, magnicidios, estados de salud delicados, coimas, intrigas políticas, el juego es siempre a todo o nada. Le cahier noir se cuenta visual y oralmente, a veces de manera yuxtapuesta, como si no pudiera escoger entre una y otra, como una entidad bifronte que puede arreciar tanto como literatura filmada o como cine leído. Nada es suficiente. El mundo de esta tríada, Camilo Castelo Branco (autor portugués del siglo XIX), Carlos Saboga (guionista tanto de Misterios… como de Le Cahier Noir) y Valeria Sarmiento-Raúl Ruiz es perverso y adictivo, leal a sus propias reglas de juego, contando lo que quiere dos veces y obviando lo que no, aunque nos desvivamos por saberlo. Manipulador a veces, transparente otras, exhuberante, preciosista al extremo, la película no se diferencia de sus personajes, y nos inocula una dependencia del drama, una necesidad de que muera todo el tiempo pero también nazca todo el tiempo, como Laura y sus múltiples agonías, o sus padres, reinventados hasta morir, o Sebastian y su pasado siempre mutante. La máquina narrativa es inacabable y va en todas las direcciones posibles. Y una vez que se entra en ese mundo, tan ajeno a nuestra desencantada y mundana realidad, ¿cómo es posible salir?

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