El último festival de Mar del Plata me encontró con bastante dolor en el pie derecho por unas ampollas que me importunaron en diversos dedos, aunque haciendo un foco especial en el dedo meñique. Gracias a esa condición y a que me encontré con pocos amigos, estuve varios días deambulando por las salas rengo y solitario, deviniendo en una versión medio espectral de mí mismo con la que traté de no encariñarme. Pero en un festival de cine no se viene a hablar de cosas personales, se viene a hablar de cine y hay que dejar las anécdotas personales para las charlas en la confitería. Hay que discutir el cine, hay que pensarlo. ¿Hacia dónde va? ¿Se muere? ¿Qué está haciendo? ¿Necesita algo? Este festival no estuvo exento de ello y claro que no me privé de asistir a la interesante y famosa charla sobre nueva crítica de Don Jotafrisco, Lucía Salas y Martín Álvarez. Ese encuentro despertó viejas preguntas en mí aunque no del todo relacionadas con lo que se habló en la mesa. No sé ustedes, amigos, pero cuando yo pienso sobre el cine y su relación con la crítica, necesito partir siempre de preguntas muy básicas, medio doñarosescas, del tipo “¿por qué hay que pensar sobre el cine?” o “¿No podríamos disfrutarlo y ya?”. Son evidentemente preguntas bastante tontas, pero creo que eficaces metodológicamente y hasta terapéuticas, porque sirven para tranquilizar cuando aparece de tanto en tanto el gélido fantasma del gran sinsentido, ese que me susurra que la discusión sobre cine no es más que una gran farsa endogámica y pajera que ni siquiera es divertida. Esas preguntas se complementan con otras, que ya elaboraré o no. Pero antes les quería hablar de atletismo, si les parece bien.
Hace relativamente poco descubrí la función de las liebres o pacemakers (es mucho mejor decirles liebres) en el atletismo. Su función es marcar el ritmo de la competición en carreras de media y larga distancia. Apenas arranca la carrera, las liebres le imprimen ritmo, dándole para adelante sin especular sobre el comportamiento de los rivales (como suelen hacer los competidores reales) e incentivando a todos a correr sin bilardismos. Las liebres no compiten realmente, pero hacen como sí, engañando brevemente a los otros corredores y al público. Un par de veces, los corredores reales desatendieron tanto el ritmo de las liebres que éstas terminaron ganando (aunque se trató de casos muy aislados, que en todo caso sirvieron como amenaza). No estoy ciento por ciento seguro, pero asumo que, aunque no lo sepan, los corredores se dan cuenta rápidamente de quién es liebre y quién no (es como saber quién es topo, bueno… mucho más fácil), y entonces el efecto debería neutralizarse, más allá de esos casos aislados de liebres rebeldes. Pero no, al parecer la pantomima suele ejercer el efecto deseado sobre los competidores.
Ahora bien, ¿cuál es el propósito de esta farsa? Estimular a los corredores a no especular y correr más rápido. Pero… ¿por qué? ¿cuál es la razón de forzar a que los atletas corran más rápido? ¿No es el punto de la competencia que simplemente gane el que llegue antes, dentro de las reglas establecidas, adoptando las estrategias que crea conveniente? ¿Desde qué punto de referencia objetiva nos importa que la carrera sea lo más veloz posible? La respuesta para todo eso es que la Asociación internacional de Atletismo necesita que las carreras sean más divertidas, pero sobre todo que haya nuevos récords mundiales. Cuando me enteré de esto, estaba haciendo un programa de radio sobre los juegos olímpicos con mi amigo Fran Upma, a quien recuerdo exclamar: “¿Y qué mierda importa que haya más récords mundiales? ¿Va a mejorar la humanidad porque haya más récords mundiales?”, a lo que yo agregué “además, ¿tiene sentido hacer algo más atractivo a la fuerza? ¿Puede algo ser más atractivo si está forzado a serlo?”. Y si bien en ese momento todos reímos, la verdad es que sí, importa y tiene sentido. Porque el verdadero absurdo, el tenebroso, el que se parece a la muerte es que lo que nos apasiona devenga en un ejercicio timorato e imitativo, y así como el atletismo especulativo se vuelve aburrido y triste, perdiendo interés y muriendo, el cine también puede volverse rutinario y sozo, y por ende también necesita estímulos, empujones para no dormirse, para no caer en la vagancia creativa de correr más despacio mirando de reojo qué hace el otro (las razones pecuniarias y simbólicas para correr especulando las dejo para otro post). Ese empujón lo dan, principalmente, los otros competidores, claro, pero también las liebres. Yo no puedo ser liebre con todo esto del pie, pero hay mucha otra gente que sí y su discurso sirve no sólo como acto creativo autónomo sino en tanto aporte a esta discusión permanente, que puede parecer demasiado neurótica a primera vista, pero que incentiva a seguir corriendo. Sí, las liebres son los programadores, los espectadores, los burócratas públicos y privados y los críticos, los que no corren la carrera pero la llevan hacia adelante. Ahí reside el interés de discutir sobre el cine, en ese efecto liebre, en ayudar a que el cine no se pudra ni se rutinice y que sea mejor (y básicamente necesitamos que el cine sea mejor para ser mejores nosotros mismos).
Pero hay un requisito complicado (que las liebres sean aptas) y una consecuencia peligrosa: que las liebres ganen la carrera. La crítica no corre, no hace las películas, pero sí propone, proscribe estéticas, prescribe otras, alienta formas, no realiza pero hace como si y esto tiene que quedar ahí (que no deja de ser mucho y muy importante). Obviamente no quiero decir que un crítico no pueda hacer una película, lo que quiero decir es que no hay que confundir la prefiguración con la obra. La obra no puede atender simplemente a cumplir las formas prescritas en la crítica. Una cosa es asumir el discurso reflexivo sobre el cine y crear a partir de él, y otra muy distinta es ajustarse diligentemente a los programas de lo que está bien hacer y lo que no. Ahí está el peligro, en las películas complacientes con críticos y programadores, películas que carecen de personalidad, de autonomía y que tienen demasiada planificación, demasiado cálculo. Hay un tipo de estas películas que es muy recurrente en el cine festivalero, son las que se dedican por entero a una idea y consagran cada plano a una fórmula no controversial que se corresponda con ella (la coherencia está sobrevalorada, bro). Por ejemplo, recuerdo una película muy elogiada del año pasado: O som ao redor. No se enoje si amó esta película, no pasa por ahí. Lo que digo es que en O som ao redor, todo giraba en torno a la construcción política del espacio («espacio» tag irresistible para la crítica de cualquier cosa), al afuera y al adentro en tanto construcción edilicia y social. Como idea promete, claro que sí, pero su consecuencia formal era muy previsible: muchos fueras de campo, planos partidos por medianeras, muchos binoculares, sonidos de fuente invisible, persianas que se bajan, etcétera. En ningún momento la película saltaba hacia el vacío, ofreciendo alguna imagen ajena a esa planificación, algo que no pudiera ser encasillado por el crítico desencriptador, una imagen que emergiese de su magma pero que tuviera un estatuto diferente, que no pudiera ser traducida nunca por lo verbal sin escurrirse absolutamente. Hay una estructura tranquilizadora en estas películas (y allí reside en gran parte el atractivo para ciertos críticos) puesto que todo va en la misma dirección y se explica deductivamente por su idea-fuerza. Esas son algunas de las películas que corren detrás de la liebre, sin intenciones de pasarla y ganar la carrera.
Por suerte hay muchos competidores que sí, que salen a darlo todo, que arriesgan formas y juegan al límite coqueteando al mismo tiempo con el repudio y la consagración (y no me refiero a provocaciones burdas). Entonces aparece, por ejemplo, el diablito camp rojo furioso de Post Tenebras Lux. ¿Por qué? ¿Qué mierda es? saliendo de la casa, a tientas, tratando de no hacer ruido, con una caja de herramientas, el diablo como una animación básica, medio ridícula. Con el desarrollo de la película uno puede, si tiene ganas, intentar darle una posición a este diablo dentro de la red de significantes, pero nunca podrá encasillarla ni traducirla del todo, porque hay algo mágico ahí que se escapa. Con imágenes que estallen en mil sentidos, que generen algo nuevo, que sean la expresión enferma de un magma de sentido y no simplemente el amable desplegar de un sistema correcto, ahí está el cine que vale la pena, el que sobrepasa, el intraducible. La critica debería promover el cine que la desafia, no que la imita (aunque soy conciente del juego lógico que ello conlleva).
Lo que digo es ojo, cuando se confunden corredores y liebres, la liebre puede terminar marcando la carrera hasta el final y ganarla. Y que esto suceda no sólo es culpa de los realizadores, también es de los críticos, programadores y etcéteras por no renegar de su propio poder. Un arte calculado, basado en la correcta ejecución de las estéticas sancionadas por el campo cultural de su época es un arte chato, uno que va a menos, que no corre al 100% y eso es lo que la crítica debe repudiar.
PD: No sé si la analogía de las liebres tiene mucho sentido, pero al menos me sirvió para llegar hasta acá.
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