La buena salud del cine francés es capaz de producir un cineasta tan determinado como Carax y una película tan inquietante, exasperada y conmovedora como Mala sangre. – Serge Daney
Hace mucho tiempo, en un país llamado Argentina, las películas de Leos Carax tenían estreno comercial. Así fue como, en algún momento de la década loca de los 80, pudimos ver Mala sangre (The night is Young, fue el título que utilizaron en UK) en un cine de la calle Lavalle y salir sorprendidos y exultantes de una película que parecía un compendio adolescente de la obra de Godard. Un Godard for dummies (dijo alguien y no estaba del todo equivocado. To be young is to be sad, dice Ryan Adams y de ahí, solo un pasito a ser tonto), pero en ese entonces no sabíamos tanto de Godard, como hoy, que creemos saberlo (casi) todo.
Antes de la explosión del VHS (no voy a hablar aquí de la Generación VHS, lo juro), la obra de JLG era un gran hueco en nuestra cinefilia, apenas si habíamos visto alguna de sus películas. Sospechábamos la influencia, pero era otra cosa lo que nos tomó por sorpresa de Mala Sangre. Quizás fue ese romanticismo a prueba de todo. Esos amores imposibles que sin embargo no se niegan a ser eso: amores e imposibles. O fueron sus protagonistas (en ese entonces rostros desconocidos) Dennis Lavant, Juliette Binoche y July Delpy, quienes corren desesperados durante toda la película en busca de ese amor que está todo el tiempo a la vista, presente y sin embargo empeñado en escaparse.
El resto del elenco no era menos sorprendente y canónico: Michel Piccoli (Godard, claro, pero también toda la historia del cine francés moderno), Serge Reggiani (por si faltaba un guiño a la historia del cine) y Hugo Pratt (el verdadero padre de la aventura, una aventura que ya empezaba a ser imposible), en papeles de gánsteres que ven como el mundo que habitan (el cine que habitan) ya empezaba a desaparecer.
La historia de Mala sangre es simple. Alex, un joven de pasado turbulento e hijo de un afamado ladrón, hereda el lugar de su padre en el último robo de una banda de malvivientes más cerca del ocaso que de sus mejores momentos. En el camino, huye de un amor para terminar encontrándose con otro (posible el primero, imposible el segundo). El objeto a robar es un antídoto contra una enfermedad que contrae la gente que hace el amor sin estar enamorada. Todo es movimiento, fuga, y escape en esta película, y momentos y frases epifánícas.
Alex huyendo de su novia y logrando escapar con la ayuda de un guarda de subte. Alex imitando a un bebé para, inmediatamente, salir corriendo por las calles de una París recreada en estudio, al ritmo de Modern Love de David Bowie (escena recientemente homenajeada en Frances Ha). Alex realizando trucos de magia y ventriloquia para consolar a su amor imposible. Y el final –inolvidable- con Binoche corriendo y su rostro manchado de sangre, mientras Delpy también corre en su moto. Y las frases, escuchen: «algún día me olvidarás»‘ le dice Alex a su novia abandonada, «un día. O dos»‘ le responde ella. «Tu sí que has encontrado… la sonrisa de la velocidad» (¿cómo saber, en ese entonces, que esa frase pertenecía a una canción de un tal Leo Ferré?), dice Alex, y realiza un movimiento con su brazo, rápido, torpe y moribundo, todo a la vez, para representarnos esa idea de la velocidad y la felicidad. «Trágate las lágrimas, trágatelas», le exige Alex a Anne, hablándole –literalmente- desde las tripas.
Hoy, por esas cosas de la vida, no voy a poder ir a ver Mala sangre que se proyecta en la sala Leopoldo Lugones (ver horarios aquí), pero no hace falta, al escribir y recordar estas escenas, todavía me acuerdo de aquella primera vez que la vi en un cine de la hoy extinguida calle Lavalle y (viejo nostalgioso lleno de lugares comunes) parece que fue ayer.
En ese momento no lloré viendo la película, pero fue solamente por hacerle caso al último deseo del moribundo Alex.
(Una versión diferente de este texto había sido publicado previamente en Encerrados afuera).
Marcelo Alderete