Vamos por la mitad del mes y recién me desperezo. Quince días del dos mil diez y apenas me moví. Hace calor pero podría ser peor, así que no es cosa del clima. Será el dolor de muelas. Más vale el dolor fantasma, porque la muela ya no está. Duele el agujero. Quién sabe todo el estructuralismo y su correspondiente post vino de un par de días en el dentista. Derrida con la boca abierta sin poder emitir palabra y meta darse máquina por miedo al torno. La falta constitutiva y toda esa sanata es un diente que ya no está. Por qué la muela y no más bien la nada. Lacan en la sala de espera cagado de miedo. Ja. Es linda mi dentista. Pero me hace doler. Como el amor. Cuanta filosofía gracias a los antibióticos que no funcionan bien y painkillers (me encanta esa palabra) tal vez demasiado suaves.
El tema es que empecé el año como debía ser, volviendo a mi casa en bicicleta recorriendo la ciudad de norte a sur. Un gran plano secuencia de gente en la vereda, cohetazos, niños que gritan y vasos de de sidra aquí y allá. Música desde los balcones también; claro. Cumbia principalmente. En el norte y en el sur. La electrónica andará por los bosques. Un año nuevo raro con los outsiders de la familia. Nuestra tía soltera que nos dio refugio a todos los sobrinos y nos salvó (si algo así es posible) de las neurosis parentales; mi prima jugadora de futbol en busca de su destino y yo mismo, dj desocupado. El día 1 empecé a pedalear por la avenida Rivadavia semi vacía hacia el oeste. Otro plano secuencia. A la altura de Flores un montón de gente festejaba los cien años de velez. Increíble. El sol derrite el asfalto y todos esos dementes con sus banderitas. Mi abuelo de estar vivo estaría allí supongo. Aparentemente donó cien ladrillos para la construcción del nuevo estadio Amalfitani. De velez me queda esa historia y una foto de los años cincuenta que ahora cuelga enmarcada en el pasillo; una media chilena increíble dedicada con nombre y apellido por un tal Pellegrini. En el fondo, la gente en la tribuna está de saco y corbata. En esos años Berlín era puro escombros y Buenos Aires florecía. ¿Adivinen a dónde se quiere ir a vivir mi prima? Ya me salió el amargo. No era eso lo que quería contar. Seguí por Rivadavia hasta que encaré hacia la autopista del Oeste. Estaba lleno de gente esperando pasar los autos del rally Dakar. Agarré por colectora y vi pasar unos cuantos; a mi manera corrí unos kilómetros del rally. Debo haber salido primero en categoría bicicletas porque era el único. Al atardecer llegué a la quinta. Ese recorrido podría ser mi versión de la película Hiroshima. Una genialidad del uno de los directores de 25 watts y whisky. El otro director se suicidó. Así de brutal. Ahora que lo escribo tomo conciencia. El pibe se mató. Se colgó, se pegó un tiro, se tomó todas las pastillas. Finito.
Terrible. A esta Hiroshima la hubiera votado como lo mejor del 2009 de haberla visto en mardel cuando la dieron. Tremenda. Otro gran plano secuencia. La película es un día en la vida del hermano del director. Como habla poco la hizo muda. Se puede ser indie sin ser pretencioso; sin diálogos dolor de huevos. Es muda pero hay muchas canciones, sonido ambiente y mucha bici también. En un momento se escucha un silbón. Pura casualidad supongo. El silbón es una garza de color amarillento anaranjado que le da por silbar (obvio). Hubiera querido llamar este post las garzas. Hubiera querido escribir una novela, una nouvelle o un cuento al menos. Las garzas. Pero no me da. Incluso habiendo visto también la última película de Kawase que termina en un paneo de un riacho parecido a los del Delta del Tigre. Avanza y avanza la cámara como deslizándose sobre el agua. Adelante una garza blanca que marca el camino. Pura casualidad también. Hasta donde yo sé no hay amaestradores de garzas. Nadie tiene la garza atada y solo vuelan y silban cuando les da la gana.

Dj malhumor.

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