Algo que llama la atención de los espiritistas es que a la hora de comunicarse con las almas en pena siempre aparecen famosos. Napoleón, Cleopatra o Pappo. Lo mismo con nuestras ensoñaciones. Si nos imáginamos siendo otros seríamos Bob Dylan, el Beto Alonso, Bowie o Susana Gimenez. Nunca un simple campesino, un carpintero o secretaria de dentista. Siempre hubiéramos podido ser grandes. Curiosamente y en contra de esta regla universal terminé de ver Gran Hotel Budapest, en Salta, en un shopping vacio como el gran hotel y pensé que hubiera querido ser conserje (a la semana siguiente cuando vi por fin Inside Llewyn David pensé que siempre había querido ser cantante folk). Qué hermosa película. Wes Anderson se consagra como el gran intelectual pop que siempre fue. El dandysmo ilustrado. Un poco como el pibe de The Divine Comedy que en medio de un hit te mete un verso de un poeta ruso oscuro y maldito. Pero todavía mejor. Mucho mejor. Como nos gustan los juegos de la repetición y diferencia. Wes hace siempre la misma película y siempre es otra. Mejor. Puliendo sus temas con la paciencia de un artesano. El elogio del descentramiento, del desvio, la invención de vidas posibles. La melancolía por lo que nunca fue, pero podría haber sido. El dream team de figuras es impresionante; la alegría que imaginamos en ese set de filmación también. El artificio llevado al extremo justamente para hacer la historia mucho más real y mucho más soportable la tristeza.
Dj malhumor.