Gonzalo Castro sigue igual a sí mismo, con ese cine seudo naturalista y esa autoexigencia de estrenar una peli por Bafici, cual Woody Allen. El que va cambiando es su objeto. Así, Resfriada, la primera, era su película más personal, quizás porque era más difícil de encasillar, o porque costaba más adivinar (creer que se adivinaban) los límites entre realidad y ficción. En la segunda, Cocina, se iba acercando al documental al restringirse a una persona. E Invernadero ya podría ser tomada por el espectador distraído como «un documental sobre Mario Bellatin». Encima Bellatin es un escritor relativamente famoso -todo es relativo-, y un tremendo personaje en sí mismo. Quiero decir: Bellatin no necesita de la película de Castro para ser un personaje.
Castro hace lo suyo: los encuadres a distancia media, los tiempos relajados, los canturreos, las mascotas, las maneras de seguir las conversaciones sin rumbo aparente. Esa forma oblicua de captar algo de la vida. Lo gracioso es que, tal como declara el mismo Castro, la película es ficción: la hija no es la hija, la asistente no es la asistente. Y, siguiendo esta línea, Mario Bellatin no es Mario Bellatin, sino una puesta en escena de un supuesto Mario Bellatin. Algo que, en el fondo, ya deberíamos saber: que todos somos puestas en escena. Y si no pregúntenle a Borges en «El otro». Lo dicho, esa forma oblicua de captar algo de la vida. Como decía la fórmula mágica de Kerity, que algo sea inventado no quiere decir que no sea verdadero.
Algo que me gusta de las películas de Castro es que siento que no exigen nada: más bien ofrecen, ofrendan una cierta intimidad. Uno puede aburrirse, sí, o también puede agradecer la invitación. O un poco y un poco.