Muchas veces se habla de “películas necesarias” cuando se escribe sobre aquellas que salen al confronte de alguna problemática sociopolítica equis. El avance del fascismo, especialmente la legitimación de los aspectos más violentos de su discurso, es sin duda una preocupación global (bueno, para algunos) y Radu Jude sale a su encuentro con I Don’t Care if… Pero lo interesante es que una de las cosas que este encuentro pone en cuestión es justamente aquella supuesta necesariedad, y la eficacia del arte, especialmente hoy, en combatir esos discursos y levantar preguntas, todas cosas en las que habitualmente queremos creer. Algunos verán en I Don’t Care… una desesperanza total, otros un llamado a repensar las maneras de disputar los espacios simbólicos, pero en uno u otro caso es de esas películas que van directo a la quijada.

[Un inevitablemente largo resumen de la película y algunas cosas más]

Autoridades municipales han contratado a Mariana Marin (Ioana Iacob) para una representación teatral, moderna, 2.0, multimedia y pública sobre la victoria de las tropas rumanas en el Frente Oriental en la Segunda Guerra, mientras los rumanos aún peleaban contra los soviéticos, antes de tener que declararles la guerra a sus compañeros nazis. Sin embargo, la directora Marin tiene otra idea: que la obra gire en torno a la masacre de Odessa, donde el mariscal Antonescu ordenó el asesinato de miles de judíos.

La cuestión sobre el colaboracionismo nazi es todavía controversial en la sociedad rumana; en verdad, genocidios como el de Odessa son aún un tabú, y es en los ensayos donde esa otra Rumania empieza a entrar, literalmente, en escena. Los campesinos que no quieren compartir escenario con los gitanos, los chiste homofóbicos, el que ejecuta su rol de nazi con demasiado énfasis, y también quienes directamente cuestionan a la directora por una visión “antirrumana”, por cuestionar el buen nombre de Antonescu. Si algo sabe el cine rumano es filmar estas situaciones: muchos actores en un amplio espacio, entrando y saliendo de escena, con encuadres que no llegan a seguir el vértigo de las discusiones, gritos y chistes fuera de campo, una suerte de gran noche americana rumana en la que se va dejando ver el combate de Marin no sólo contra los trolls de carne y hueso y su arsenal de prejuicios, sino también contra quienes le discuten su visión artística. Por ejemplo, uno de los asistentes cuestiona el poco realismo de la obra, Marin responde que no puede haber realismo en una obra, que es siempre representación, en lo que es uno de los tantos debates de la película consigo misma. 

Pero antes de que la película se vuelva una monótona Mariana Vs los monstruos, Radu Jude realiza una jugada clave al incorporar a la historia una especie de abogado del diablo. Investido como un informal burócrata municipal, el funcionario Movilla se acerca a ver cómo viene la mano y de paso atemperar el guion, sacarle violencia, hacerla más patriótica, quitarle las partes más controversiales. Pero Movilla no es un burdo y gris censor, sino una especie de guasón cínico y erudito, que entre chicana y chicana deja caer preguntas verdaderamente incómodas. ¿Para qué hacer todo esto? ¿Por qué de esta masacre y no de otras? ¿Es el número de muertos? ¿Es lo que representa? ¿Qué se gana haciendo todo esto? ¿A quién va a convencer? ¿Por qué esta obra va a crear conciencia donde tantas otras fracasaron? La película es intensamente conversacional (rasgo típico también del cine rumano), y según algunos demasiado intelectualoide o pedagógica por el uso constante de citas a Marx, Arendt, Benjamin, etc. Ahora bien, ¿cómo podría no serlo? Si Marin es de alguna manera, uno adivina, el autor, Movilla es también Mariana/Radu Jude, pero una especie de lado oscuro, un alterego sombrío que personifica las dudas de llevar una empresa de este tipo, y que pone en cuestión la misma representación, no sólo de la obra sino de la película misma. Y ese duelo, esa ambigüedad no puede darse en otro ámbito que el de la conversación, porque ese duelo Marin-Rovilla es a su vez el diálogo de la película consigo misma. ¿Esto va a cambiar algo en alguien? ¿O simplemente estamos alimentando al monstruo? Marin sigue firme, pero la duda está sembrada.

[Algunos “spoilers”]

En la última media hora la imagen de la película cambia; pasamos a un video pobre, televisivo, y allí aparece la obra, contundente, sin concesiones, llevada a cabo tal como fue planificada en la plaza pública. Pero los espectadores no se horrorizan, ni siquiera se enojan o discuten, sino que simplemente saludan a los soldados nazis, vivan los discursos de exterminio étnico y festejan los asesinatos entre risas y selfies. Cuando termina la obra, Movila felicita a la autora por la puesta en escena, por el trabajo, y le espeta un “Nunca más”, en castellano, con un dejo burlón, evocando con una consigna todas las que anhelaron y se prometieron el fin del horror. Aplaudida por los viejos nazis del público, felicitada por su censor, hay más en ese final de fiesta que un mero gesto irónico posmoderno de “es todo lo mismo”. Hay una tristeza, y cuando Movilla y Marin se saludan, dejando ya este episodio detrás, el plano final revela esa angustia con crudeza, desligando a la película ahora sí de sus personajes: el autor ya no está en la directora y su antagonista doppelganger, sino en ese plano de los muñecos ahorcados en la plaza mientras todo el mundo arma sus cosas para irse.

A diferencia de The Act of Killing de Joshua Oppenheimer, el horror representado no perturba ni inquieta, no genera preguntas, sino que empieza y termina como un juego. El drama histórico se repite, sí, como una farsa, y esa diferencia es crucial y lapidaria con nuestras ilusiones. ¿Pero realmente es que los espectadores lo toman como un juego, como opina la mano derecha de la directora? O quizás aquí el mapa es el territorio, y lo que aplauden es efectivamente la brutalidad. Difícil saber qué sería peor, pero intuimos que ambas respuestas son posibles a la vez. En esa ambigüedad nos deja la película, con esa sensación oscura de que más allá de las posverdades parece haber una pulsión de violencia y sometimiento que va más allá y que tiene raíces muy profundas. Y lo más triste que surge de la película en estos acalorados desencuentros (entre directora y actores, entre obra y público) es que ya no sabemos qué decirle a esa gente, ya no sabemos cómo hablarles, lo único que sabemos es que no nos escucharán. La historia, nuestras razones, todo parece en vano. Y el arte ni hablar.

El recorrido de I Don’t Care… es de desesperanza tal vez, o quizás un llamado a todo humanista a repensar estrategias. En cualquier caso, ¿tiene que servir de algo la obradeteatro/película? ¿O nos contentamos con que sea un discurso flotando en el espacio, sin relación con nada más que nuestro disfrute? ¿Nos felicitamos por la puesta en escena, por las actuaciones, por las proezas de producción y la coherencia narrativa y listo, como sucede cuando termina la obra en la plaza? ¿O puede haber algo más? En cualquier caso queda una sensación fuerte tras el visionado de la película, y es que alguien en algún lugar tenía que hacerla.

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