Lo de Llinás es épico. Y no porque dure cuatro horas, ni siquiera porque sea buenísimo a lo largo de cuatro horas y casi no den ganas de que se termine. Es épico porque viste de atributos -de personajes, misterios y aventuras- un espacio que durante dos siglos se construyó empecinadamente como vacío: la pampa bonaerense. Desde Sarmiento, que en 1845 decretó que el mal de la Argentina es la extensión, hasta Martínez Estrada, que un siglo después seguía despotricando contra ese territorio de barbarie, la provincia de Buenos Aires fue siempre representada como un montón de nada, una extensión infinita que favorecía la pérdida de la cordura. Terminada la lucha contra el indio, muertos o adaptados los gauchos malos, ya nada podía pasar: un mero contar las vacas y mirar el tiempo, el sol sale, el sol se pone. Después de la gauchesca, el silencio; los pueblos de provincia se convirtieron en la definición misma de la mediocridad y el hastío. Lo mejor que pasó ahí fueron los chismes de Puig, Boquitas pintadas, La traición de Rita Hayworth, secretos que se susurran a la hora de la siesta, cine una vez por semana. Ni siquiera el turismo toma en serio el territorio: fuera de las playas, nada hay para ver. Para el porteño medio, urbano, sin filiación con el campo, el territorio bonaerense es ese mito incómodo y enorme que hay que cruzar para llegar a la Patagonia, o al menos a las sierras. Nadie iría por propia voluntad, nadie iría si no fuera, por ejemplo, por trabajo. Como los personajes de Llinás, hombres tan comunes que ni nombre tienen, y que van a protagonizar, los tres, ahí en medio de la pampa, sus historias extraordinarias.
Así Llinás plantea una road movie bonaerense, sin más antecedente que algún relato de Soriano. Una road movie sobre mapas de la provincia, yendo de allá para acá, con sorpresas acechando, como diría Calamaro, en una secundaria carretera provincial. Entre los carteles de ruta de Alberti y Azul, la plaza de Bolívar y el río Salado, los personajes buscan su destino. Llinás es estricto en lo formal: sus tres protagonistas, Equis, Zeta y Hache, nos son igualmente inaccesibles. No sabemos nada de su pasado ni les oiremos decir ni una palabra en los 360 minutos de proyección; para eso están los narradores, que nos cuentan el cuentito en capítulos sin dejar nunca que la atención decaiga. Hay que decirlo, es una película literariamente perfecta.
Entonces: Equis, Zeta y Hache son tres forasteros que llegan a esa pampa supuestamente sin atributos casi por error. Allí se topan con aventuras desmesuradas -asesinatos misteriosos, tráfico internacional, un león, la navegación de un río sin orillas- y descubren, como en todo viaje, cosas de sí mismos. Descubren que podrían ser otras personas, que de hecho lo son; descubren que sus vidas pueden reducirse al mínimo de experiencia -una aburrida oficina de papeleo agrimensor, incluso una habitación de hotel, una ventana- y aún así sentirse a gusto. Descubren que todo puede suceder en cualquier momento. Y que no tienen ninguna intención de ir contra la corriente. Llinás cuenta bien lo que en El otro se hacía insoportable. O mejor: Llinás cuenta. Literalmente. Literariamente.
Su estilo narrativo tiene algo de la técnica proliferante de Scherezada, de Aira o, si se quiere, de los guionistas de Lost: una vez que el lector (¡ups! quise decir espectador) está agarrado del cuello, por decirlo finamente, con un enigma, la trama da un giro, se olvida de ese problema y cuenta otra cosa, también atrapante. El viejo truco. En una de esas vueltas del camino, digo del relato, aparece una desaparecida. Se llama Lola y es muy bella. Desde antes de cumplir los quince, ya fatigaba las rutas bonaerenses junto a El Viejo, quien le enseñó todo, pero sobre todo lo principal: a escapar, a nunca dejar huella. «Recorrimos más de cien veces la provincia», se dice. Llinás, por cierto, deja su huella sin privarse de nada: no hay homenaje más explícito a la Lolita de Nabokov y su amante perseguidor, Humbert Humbert.
Las historias (extraordinarias, sí), se suceden, se arman, se desarman. En los últimos veinte minutos o media hora, Llinás patea el tablero delicadamente construido en cada una de los tres relatos. Como en un epílogo, saca a sus personajes del escenario presentado, intercala historias lejanas, nuevas referencias; necesita cerrar. Es una pena. Como sus personajes, ya nos habíamos habituado al horizonte pampeano. El viaje, nos dice, ha terminado. Justo ahora que le estábamos agarrando el gustito a la ruta.
(Y para los que ponen cara de sufrimiento cuando escuchan lo de las cuatro horas: no sean maricones, che, bien que por una maratón de cualquier serie de cuarta se abrochan al sofá el domingo entero).
Marcela Basch
Trailer de Historias Extraordinarias