Volví a casa y esa noche la gata durmió en mi cuarto sentada sobre una manta en una de las sillas del cuarto. Cambié la disposición de la cama y acomodé unas cosas. Hubo una época en que me dediqué a construir un hogar que después me dediqué a desarmar. O más bien dejé a su suerte. El ficus hechó raíces en el piso de la terraza y los cactus se ven desde la calle. Los días siguientes gran limpieza gran. Sergio y Mert se sumaron con algarabía y ante mi pregunta por distintos ítems comenzaron a cantar: ti rar, ti rar, ti rar!!!
Ayer volviendo de almorzar con Horacio vi dos tipos vestidos de ropa camuflada de caza caminando por San Telmo. No eran militantes de Quebracho, o punks o skinheads, eran dos turistas que vendrían de cazar jabalíes en algún campo o palomas en Córdoba. Eran bastante gordos y medio cincuentones y verlos vestidos así era más bien de dibujo animado. Hecho importante de hoy: retomé a Dinesen; leí un cuento extraordinario y desparejo sobre Dinamarca antes de la aparición de las Ciencias Sociales. Tuve nostalgia como se tiene nostalgia de un bosque virgen, nostalgia de una mirada no contaminada. El martes llovió y no hubo entrenamiento. Hoy hicimos pasadas largas y anduve muy ligero, contento, liviano. Rápido y sin sufrir, a mi ritmo. Nada que me guste más, ir a mis anchas, circular a la velocidad que se me antoje. Estoy tan tranquilo en la casa recobrada que por eso pude volver a leer el grueso volumen de Dinesen. ¿Qué ha cambiado desde entonces? Que estuve en Dinamarca y que allí empecé una aventura que me llevó hasta la punta de Europa. Entonces ahora Dinesen me habla a mí de manera personal. Sonrío porque anduve por esos campos y bosques. Ahora puedo entender cosas que antes ni siquiera vislumbraba y que para los dinamarqueses de tan obvias no las consideran. Ahora me había convertido casi un baqueano que puede reconocer el paisaje por donde se mueve. Ja. La memoria corporal de haber estado allí.
Soñé que jugaba en la bombonera al hockey. Después comentaba mi experiencia en un lugar atestado de gente, parecía el vagón de tren enorme. Yo daba una especie de discurso tratando de ser inteligente y ocurrente. Sentía que el público estaba a un segundo de dejarme de escuchar y me angustiaba un poco. La semana antes de la carrera me enfermé claro.
Después de la fiesta y la maratón caí rendido en la cama catatónico. Soñé que me convertía en una burbuja y me acercaba al fuego. Estaba inmovilizado, mucho más por el cansancio que por el hecho de ser una burbuja. Por momentos estuve ahí arriba en la maratón, en ese ritmo, liviano, volando, a paso firme. Después la agonía dulce y el desmayo. Empiezo a disfrutar estos momentos de crisis en que todo se vuelvo incierto. Por momentos vislumbro la vida eterna. No la mía personal, la vida que viene de antes y va a continuar después. Lo que importa. Algún día alguien dirá «en aquella época la gente apenas vivía 80 años». Como pensamos en las épocas de la cavernas; alguien tendrá también nostalgia de estos días. Alguien aburrido como los vampiros de la película de Jarmusch. Como cada vez que me desconecto y desconcentro me empiezo a interesar por lo que se dice a mis espaldas. No por paranoico, sino porque es lo imposible por definición. La cara oculta de la luna. Es una bestia mítica; el famoso hide-behind de Italo Calvino, el monstruo que vive detrás nuestro y nunca vemos aunque lo presentimos. Nos damos vuelta para mirarlo y desaparece. Después me relajo y el monstruo desaparece. Ví «A Ghost Story». La tristeza misma.
En estos días hizo calor y no mucho después hizo frío. También hizo calor y frío en el mismo momento. Episodios mixtos de la naturaleza. Episodios mixtos se llaman en psiquiatría a episodios del estado de ánimo de tristeza/alegría simultánea. Bittersweet symphony.
Tuve un episodio de muerte una de esas noches. El segundo en diez años. Fue un lunes de madrugada después de un fin de semana en el campo. Me levanté para ir al baño de mal humor pensando del mal partido contra Tigre y me caí tratando de levantar la tapa del inodoro. Me volvió a la vida el llamado de Mayra asustada que escuchó el ruido. Estaba en su cuarto, en su casa, con su familia. Esa misma tarde, en verdad casi al mediodía todavía, mientras comíamos unas rabas frente a la laguna, ella me había dicho que yo era su familia. Para mi su familia son ella y sus tres hijos varones. Verlos comer juntos es un espectáculo. Es la jefa de la manada. En algún momento empecé a caer. Di un manotazo como queriendo encontrar una cuerda invisible. Volví en mí al escuchar su voz y me reincorporé casi en el aire. Volví a la cama en seguida con el cuarto todavía a oscuras y me acosté para seguir durmiendo. Por un segundo pensé, y tuve miedo, de que podía no volver a despertarme, que esta vez podía ser definitiva. Fue un segundo de pensamiento. Ese segundo de claridad con el que los obsesivos creemos que vamos a salvarnos. Sentí algo raro en el corazón. Mayra me recordó entre sueños que me había tomado una botella de vino blanco yo solo. También estaba asustada y el comentario fue para encontrar una explicación más o menos lógica, pero los dos sabíamos perfectamente que no estaba borracho, que las caídas de borrachos son diferentes y merecidas. Se pueden diferenciar las caídas como un leñador en el bosque sabe qué árbol cayó o está por hacerlo. Nos abrazamos y siguió durmiendo. Yo no pude y me puse a leer. Terminé un libro de cuentos de terror que coquetean todos y cada uno con la muerte de distintas y variadas formas. Empecé después un manifiesto de Alan Moore sobre el ocultismo y la magia. Eventualmente me dormí. Soñé con serpientes. Una me mordía. Mi madrina en un discurso frío y elocuente me decía que la muerte por veneno era mejor muerte que la que me esperaba por mi enfermedad que en el sueño era una especie de cáncer en la piel. Yo estaba en una clase de barraca donde dormían varias personas, varios de los personajes, todos jóvenes, dormían con serpientes. Las llevaban como mascotas. Yo me preguntaba cómo iba a dormir con esos bichos sueltos. Veía que uno de ellos dejaba ir a la serpiente que finalmente me atacaba. Ese hombre, pensé después, quizás como una elaboración secundaria, era yo mismo. Todos nos vamos a dormir con una serpiente al acecho. Todos podemos ser picados durante la noche y no despertar. La muerte que nos mira diría Don Juan. Después pensé que todo sucedió yo estando medio dormido, en una especie de trance. Lo deduje cuando recordé que pensé mientras me dirigía al baño a tientas en un gol que se había errado Piscu en el partido y Piscu ya no está en River. En sueños y en duermevela continuo viendo ese gol que le hizo a Boca. De tanto evocarlo pienso que estaba en la cancha y si me apuran estaba incluso jugando y lo abracé a Piscu. Pero no. Despierto recuerdo muy bien que estaba en un bar en San Pedro de Atacama lleno de gente, varios con la camiseta de River y que cuando Piscu hizo el gol salté y abracé a un canadiense que estaba conmigo y que le di un golpe en el pecho estilo gorila después de golpearme el mío y que le rompí unos anteojos que tenía en el bolsillo.
Los días que siguieron a mi muerte fueron entre extrañados y felices por mi nueva condición de renacido una vez que observé que la situación duraba. No tuve ninguna visión ni epifanía, más bien como si me hubiera encontrado plata extra en un bolsillo. O una pequeña herencia, más billetes para seguir tirando. Retomé una novela que había comenzado dos años atrás en mi viaje a Iquitos. La había rescatado en un hostel en esas librerías de intercambio de libros olvidados. Nunca había escuchado del autor pero las circunstancias iban a su favor. Canadiense, periodista, Robertson Davies el fulano. Esos libros tan bien contados que se pueden retomar en cualquier parte y continuar con la acción. Una voz potente y convincente. Días de frío/calor. Un tiempo indeciso. Pasaron nubes cargadas sobre la terraza. Me dormí una siesta y me despertaron los truenos. En algunos lugares cayó piedra.