Como llegué por segunda vez a Los Angeles es una historia que sería mejor contarla en otro ámbito. Lo importante es que ahí estaba, caminando por Hollywood en invierno después de cinco años. Reconocía las esquinas y veía que ya no había ni Tower ni Virgin pero que Amoeba estaba mejor que nunca. Un mes y medio antes de este viaje me había enterado que en una de las noches de mi estadía angelina iba a tocar Godspeed You! Black Emperor. Nunca fuí fan, nunca supe la discografía de memoria, pero son parte de un recuerdo que involucra a un laburo que estaba muy bien (que como todos los laburos que están muy bien termina mal) y que tenía parlantes de los caros en mi base de operaciones. El entusiasmo duró lo que dura ir de un link al otro. Sold Out. Ok, chau, un tuit frustado lanzado al aire y a olvidarse.
El día del show fue largo. Llegué al hotel de Sunset Boulevard a las 8 de la noche y sin planes más que desvanecerme frente a la tele con un zapping HD, claro que además estaba ese plan descabellado: ir a ver que onda al lugar donde tocaban los canadienses locos estos.
Pensé en esa noche que estaba en París y tocaba Pavement con The National y media hora antes del show me llegaba un mail que me decía que estaba acreditado, que vayamos, que amamos los sitios como Encerrados Afuera. Genial, pero me confirmás media hora antes y es en la concha del pato: caminata larga, subte, combinación, subte largo, caminata por un barrio que no sabía que onda. Ganó la fiaca, total a Pavement los iba a ver tres semanas después en Barcelona, a The National no, pero eran jóvenes, recién sacaban el disco que tiene «England», les esperaban años de ruta por delante y ya los vería en algún lado. Al día siguiente me arrepentí y todavía me dura. Pensar eso y salir disparado fue una sola cosa. Después de todo no era tan complicado esta vez: había que tomar el bondi en la esquina y después caminar cinco cuadras por Hollywood. Camino conocido, segundo día en Los Angeles y ya parecía una rutina: juntar u$s 1,25 en monedas para el boleto, bajar en Amoeba, caminar hasta Hollywood y Vine tratando de recordar de que hablaba la canción de Tom Waits. Doblar y buscar el boliche.
Agarro Hollywood Boulevard que de noche es como agarrar la peatonal en Mar del Plata y mientras pienso que no debería haber traído la cámara se me acerca un gordo con pinta de taxista de Aeroparque. «Tickets for the show?», «Yes, how much?», «70 dollars», «… (¿tás en pedo campeón? )”. Después de un largo segundo de tensión me dice «ok, 50 dollars», «no, zenkiu, chu mach for mi» balbuceo, y mientras me alejaba me grita «i can give you for 40!».
Llego al boliche, el frente es como el del Teatro de Colegiales, con una marquesina como para sacar fotos icónicas, uno parado ahí con cara de “nada, dale que tengo que ir a firmar ediciones limitadas de mi box set” y tu nombre detrás. Había dos colas cortas que avanzaban rápido. Me mando para la entrada haciéndome el gil, esperando no sé qué para confirmar el sold out y es así nomás. Le pregunto a un par de hipsters genéricos si no tenían un ticket extra para vender. Me miran asustados durante dos segundos sin sacarse los pelitos de la cara, pero después se miran entre ellos y ponen cara de que no se van a rebajar a hablar con un morocho de acento hispano, mueven la cabeza y me dan la espalda. Ok, quedamos así. Aparece un negro grandote. “Acá me afanan, me cagan a piñas, soy noticia: muere argentino en confuso episodio en Hollywood” imagino. Pero no. El chabón me ofrece una entrada por 50. “No tengo”. “¿Cuántos tenés?”. “30”. “Ok, dale”.
Desconfié de todas las maneras posibles, pero el ticket era legal y solo salía 8 mangos más que lo que costaba originalmente. Me mando a la cola para entrar, una gorda negra de seguridad me pide documentos para chequear que soy mayor, como si no bastaran las canas de mi barba. “Wow, sos de Argentina, ¿de Buenos Aires?” ,“No, de Ushuaia”. Hace más de diez años que vivo en Buenos Aires, pero sigo diciendo que soy de Ushuaia, sobre todo en el exterior, no solo tiene mejor prensa, es como decir que sos de Alaska. A veces exagero y cuento historias de pinguinos salvajes, lobos y osos polares. “Eso queda muy lejos” grita la negra riéndose, se acerca otro de seguridad que escuchó todo, me dice “yo tengo amigos en Rosario ¿eso es cerca?”.
El lugar se llama Music Box at the Fonda y es una mezcla de teatro viejo poco mantenido con un bar indie con terraza al aire libre para exhibir tu hipsteridad. Di una vuelta de reconocimiento por las instalaciones y terminé con una Heineken en la mano justo cuando arrancaba el show. Ahí fue cuando meti la cabeza en la guillotina.
Vos te creés muy renegado y antisocial, pero entonces te encontrás con ocho tipos ¿o eran nueve? sentados en el escenario durante más de dos horas y media, haciendo equilibrio sobre la piedra redonda que persigue a Indiana Jones, postrockeando sin decir una palabra. Tres guitarras, dos bajos, violín, no quiero imaginar la cantidad de pedales, estos tipos ni siquiera deben haber pestañeado durante las dos horas y solo se movían para cambiar de instrumentos. Ningún «hello», menos un «yeah», esta gente es muy seria y está en una misión suicida. El público también, muchos ni miran al escenario, la mayoría shoegazea, mueven la cabeza afirmando constantemente no se sabe qué.
Casi todos los temas empiezan en calma, con un violincito y una guitarra triste o con pianos desoladores y melancolía fantasmal. De a poco aparecen otros instrumentos y todo el teatro va levantando vuelo, de repente no te diste cuenta y corrés esquivando balas en un país de medio oriente; pasan 12, 15 ó 20 minutos, termina el tema y todo es silencio, un segundo eterno de silencio liberador antes del estallido de los aplausos y los gritos. ¿Qué fue esto? esto es lo que a veces le pido a la música, llevame lejos,y si es con un blanco y negro granulado del bello encandilando desde la pantalla, mejor.
Por suerte la mayoría de las canciones eran de «Lift Yr. Skinny Fists Like Antennas to Heaven!»,
el disco que más conocía. El nombre del disco no me lo acordé en el show, me lo dijo un indie en la parada del bondi. Un pequeño nerd lleno de granos que venía de un suburbio de LA y que ya había visto en el mismo teatro a Mogwai y Sigur Ros. Esperamos una hora con un frío de casi cero grados y en ese momento me contó sobre los discos que había comprado en Amoeba antes del show y sobre los mejores recitales que vio en su vida, me dijo que el que habíamos visto podría llegar a entrar en su top 10, pero lo tenía que analizar en perspectiva. A veces pienso lo mismo.
Jota Pérez