La tormenta me agarró apenas crucé a Mendoza. Tenía Mendoza a la vista podría decir, venía viendo Mendoza a medida que avanzaba. Me habían indicado en efecto que apenas cruzaba el guarda-ganado a la entrada del pueblo cambiaba de provincia. Atrás La Pampa, las bardas y el espinal. Llegaban los cerros, las acequias y el verde de los oasis. Al cerro negro lo vi desde muy lejos y después vi también varias serranías, claras y distintas en varias direcciones, Norte, Oeste, Sur Oeste. Hacia el Este la gran planicie y esa mañana, la humada. La humedad que sube de los campos secos. Un cielo rojo que se encuentra, no se busca. ¿Cuales son mis lugares favoritos? Los que se muestran. Los que aparecen sin aviso, los que necesitan la complicidad del tiempo transcurrido. Sin saberlo había pasado la barrera de los mil metros. Yendo de Buenos Aires a La Pampa hay un punto en que se comienza a subir un gran escalón. Un escalón de un kilómetro. Me faltaban unos cuantos días – el fin de la tormenta y los días del desierto – para saber que esa subida apenas perceptible pero sin pausa era trepar hasta la falda del volcán, subir a la falda del gigante dormido. En estas soledades se huele el tiempo. En estos parajes todavía se intuyen las grandes eras. Antes de entrar a La Pampa ya había visto que se venía el huracán. En el cruce de dos rutas un paisano había armado un puesto. La chata estacionada bajo una sombra grande de eucaliptos, una parrilla hecha de un tanque y unas sillas. Cuchillo en la espalda, bombacha y camisa, alpargatas y chaleco. La portátil encendida que tiraba el pronóstico. Lluvias y tormentas por todo lados, alertas meteorológicos variados. Yo había visto el rojo en la aplicación de vientos huracanados. En lo abierto con la bicicleta y bajo estos cielos. Me recordaba dos tardes puntuales llenas de incertidumbre en el mar. Cape Cod y el sur de Noruega. Dos veces que encendimos la radio vhf para tener la previsión del tiempo. Sin lugar en dónde esconderse y alerta de tormentas. La calma chicha y la entrega. Esa otra vez en que vimos venir la tormenta y en silencio empezamos a prepararnos. Escuchar el roce de las camperas, los cierres que se suben, el ajustarse las botas. Nadie dice nada y eso se escucha.
Antes del pueblo vino una lomada y me dije que desde allí iba a sacar la foto del oasis. Pero al llegar al punto me alcanzó la nube de polvo y ya no vi más nada. Llegué casi empujando y me refugié en el Polideportivo donde dormí tres noches. Después fueron otros tres días en lo que no tiene límites. La aguada, el puesto, el paisano Rubén Juarez que una sola vez viajo a Mendoza capital. Fue cuando tenía 18 años y fue a realizarse la revisión médica para la colimba. No quedó por una cuestión de papeles. Y ya nunca más volvió. Toda una vida a caballo y en los puestos. He aquí una persona feliz que no conoce el mar. Me contó de noches pasadas en el descampado y del viento blanco que mata el ganado de a pie. Lo que daría Ben por tener la destreza del paisano. Sabe hacer nudos como para amarrar un transatlántico. Pero no conoce el mar. Mientras hablábamos despellejaba un peludo. El puma hace rato que no hace daño me dijo. Mientras esperaba que llegara, mientras esperaba que llegara alguien y que resultó ser el paisano Ruben Juaréz, vi bajar los chivos del Cerrito. En fila india solitos al corral. Después vinieron a curiosear para mi lado. Un chivo bien mirado es un profesor de filosofía medieval de dibujo animado. Por una de esas casualidades leo un libro de Jon Ronson, el autor de Los hombres que miraban a las cabras. Yo mismo. El volcán volvió a mostrarse ahora que la luz se hacía menos dañina y dejaba ver. Unos kilómetros más atrás vi una pirca que parecía un menhir. Dejé la bici y trepé. Había una gran vista panorámica, el espacio en todas direcciones. Podía ver la aguada de La matancilla y si me esforzaba un poco más allá el desvío a puesto El peligro. Me previnieron que esta zona no había que pasarla de noche ya que era un penadero. Hermosa palabra aunque de miedo. Un lugar donde las almas llevan sus penas después de muertas. En la Matancilla en las noches danzan unos indios que pueden enloquecer a los viajeros. Fueron masacrados aquí en una campaña. Jon Ronson tiene nombre de guitarrista ficticio, nombre de guitarrista de biopic sin presupuesto que no puede pagar los derechos. Pero es un galés que le gusta mezclarse con locos y desesperados. No es el caso del paisano que no puede ser más cuerdo. La pandemia es la gripe de siempre a la que le cambiaron el nombre me dijo. Es siempre la misma gripe como las empresas que cambian de nombre y son siempre la misma agregó y sirvió otro mate.

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