Sigo cayendo en el truco: me compran con una ruta. Veo la ruta y sonrío. Si viene acompañada por canción alegórica, como Piedra y camino, mejor.
Algún angelito debe estar cuidándome que vi tres argentinas y todavía no puteo. Es más, estoy contenta. El ambulante es el lo que Carlos Sorín hubiera querido hacer y nunca logrará: una auténtica historia mínima en un pueblito perdido, con una alegría y un humor simplón difíciles de igualar. Sé que contado así suena mal, pero está bien.
El ambulante sigue a Daniel Burmeister, un «cineasta artesanal», como él se define, que anda por los pueblitos del interior con un Dodge destartalado y una cámara de vhs, haciendo películas con los habitantes de los pueblos como actores. Repite siempre los mismos cuatro o cinco guiones, en un tono de picaresca costumbrista; pide a cambio alojamiento y comida, todo de lo más humilde. Y es feliz, y sus actores-técnicos-asistentes son felices. Después la película se estrena, él cobra cinco pesos la entrada y se va a empezar de nuevo al pueblo de al lado. Los directores del documental, que lograron invisibilizarse notoriamente, permiten que hasta a nosotros, espectadores de la ciudad, se nos contagie la risa.
Maravillosas son, por ejemplo, la escena del casting, o aquella en la que se improvisa un travelling con unos chicos arrastrando una frazada. Suena ñoño. Está buenísimo.
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