Me veía en la playa del río mirando luces del otro lado y haciendo señas con mi linterna. Un pequeño poblado, Boca Manu, al que siempre se llegó y se llega en bote y ahora, desde hace un año por esta carretera angosta rodeada de espesura y pájaros. El río es el Madre de Dios. Ese nombre me impresiona cada vez que lo escucho. La madre de todos los ríos. La trocha llega hasta la playa y allí hay que hacer señales para que lo vengan a buscar me dijeron. Boca Manu, Boca Manu, me dirigía hasta allí porque era el fin del camino y por el nombre, de golpe los nombres me atraen como imanes. Nadie sabe cuántos kilómetros me faltan, saben que es lejos y largo. Se hace de noche y estoy cansado. No me atemoriza la noche, tampoco los animales que son regalos cada vez que los encuentro. Me falta tiempo. Nacho se ríe cuando me escucha, cómo que te falta tiempo. Nunca alcanza. Mucho más arriba, apenas empecé a bajar por el bosque nublado, maravillado y tratando de respirar el paisaje una sombra negra cruzo el camino. Un águila pensé. Lo salvaje se diferencia al instante aunque sea una sombra. Alcancé a ver la franja blanca de la cola. Un águila solitaria me dijeron después y me reía solo.
No tienen que ser muchas, tiene que ser una y la encontré. Subí a la camioneta que me llevaba de vuelta al último verdadero pueblo y al hostal con la terraza a la selva. Iba ya anocheciendo y por primera vez en el día vi el cielo y también las nubes enormes de esas que se ven desde los aviones y parecen hongos. El cielo rojo. Todo el día había sido bajo un techo bajo de nubes, casi una niebla. En algún idioma está el nombre para esas nubes que son neblina. Subí a la caja de la camioneta y había un pibe llevando un paquete de plátanos y una lata con pescado. Charlamos viendo el atardecer bien agarrados para no saltar por el aire en alguna de las curvas. Hablamos de la selva y que no se necesita nada más. Me contó de sus salidas con su padre en el bote a pescar de noche. Un tapir, grande como un hipopótamo, cruzando una y otra vez despreocupado. Durante el día había hablado con otro hombre que me contó que lo peligroso no son los yaguares sino las manadas de chanchos salvajes. Pueden llegar hasta trescientos, lo rodean a uno y se lo comen me dijo mientras comía una sandia. Así hacen con el tigre mismo. Boca Manu, Boca Manu, me veía allí cuando volvía y me veía por fin en el pueblo tomando una ducha caliente también. Hice doscientos kilómetros de selva me decía, no está mal. Me espera el agua reparadora y una cama confortable. De esos hostales que los viajeros recordamos, una casa llena de cariño donde todavía se ejerce la antigua virtud de la hospitalidad. Al jardín lleno de flores y árboles frutales llegan pájaros de todos colores panchos por su casa, el horizonte verde desde la terraza, el movimiento tranquilo del pueblo que hasta no hace mucho era la última frontera. Cuando decidí dar la vuelta encontré un tipo sentado a la vera del camino junto a unas maderas. Lo había saludado al pasar pero había seguido haciendo la última fuerza por llegar antes de pegar la vuelta. Ahora me detuve. Estoy esperando el camión para llevar mis maderitas me dijo. Estaba algo tomado el hombre. Pensando que ese camión podía ser mi taxi le pregunté si hacia mucho esperaba. Tenía que pasar ayer pero todavía no llega me dijo tranquilo. Andas siempre apurado me diría Nestor. No se puede entrar a la selva contando kilómetros y horas. Dejé al tipo esperando y llegué al último caserío donde trabajaban unas máquinas y donde conseguí la camioneta y el aventón.
La carretera que termina en el rio no está en el mapa y Boca Manu es un punto rodeado de verde y ríos. Cómo no querer llegar allí. Para alguien del mundo de las ideas mis piernas me conectan a la tierra. Pero estoy agotado, necesito detenerme, comer, beber, dormir y no hay donde. ¿Dónde dormirá el tipo que espera el camión para sus maderas? La primera noche fue en un pueblo en la altura, en una habitación sin ventanas y bajo cuatro frazadas. Muy temprano la mañana siguiente salí con la helada y llegué a un pueblo colonial en el gran valle interior para el desayuno. En ese pueblo perdido hay un puente de piedra con nombre de otra época, un nombre que todavía resuena, Carlos III. La gente iba y venía en la mañana. Comencé otra subida lenta y trabajosa y después de un par de horas llegaron las nubes, la humedad, el viento. Cuando se va llegando a la cima el camino serpentea, se siente y se presiente el abra, el cambio de mundo que se acerca. Después del paso el verde en todas direcciones mezclado con la niebla. King Kong state of mind. Desde allí me quedarán entonces dos días de pedalear hasta el lugar donde se encuentran los grandes ríos. Los ríos que van al Amazonas y de allí al mar. Soñar despierto. Después de subir y subir, ochenta kilómetros de pura bajada y selva. Después oscilar entre los cerros bajos, seguir el ritmo del río, vadear los arroyos. Hay una inteligencia que hace mapas en el cerebro solo después de hacer primero el mapa en las pisadas. Es la inteligencia antes de la inteligencia. Escribir la historia en las piernas. Llega la noche, me perderé a los cazadores en la media luz que salen de sus madrigueras pero estoy agotado. Pienso en la terraza, en los pájaros en el jardín del albergue, en el café caliente en la mañana. Dejo al otro Santiago agotado en la playa, haciendo señas para que tal vez lo crucen, esperando sereno que salga el tigre.

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