Copenhagen

Después de tres meses en el mar, la montaña, las islas y los ríos, los dos primeros días en Berlín los pasé encerrado en el departamento de Andy sin salir. Una calle muy tranquila (todas las grandes ciudades son tranquilas comparadas con Bs As), un lindo balcón, mucha luz y el departamento para mi solo. Decir que la pasé encerrado es una exageración (hablar es exagerar) pero el hecho es que no salí. Es verano, las bicicletas van y vienen, la gente contenta en los cafés y los bares. Aquella vez que llegué a Montreal los primeros días también los pasé encerrado en un departamento que me habían prestado, leyendo. Expiación de Ian McEwan. Ahora llegué a Berlín y en otro departamento vacío miro capítulo tras capítulo a los Soprano. Un diciembre en Viena liquidé varias temporadas de Dexter. Formas solapadas del pánico. Selectivos casos de agorafobia. En el avión desde Groenlandia a Dinamarca un pibe de 13 o 14 años miraba Tom y Jerry en su mac. Tenía pinta de normal, ¿estaría estudiando? ¿estarían los padres orgullosos – yo lo estaría – como generaciones atrás un padre diría el nene lee mucho? Llegué a Copenhagen de madrugada y la ciudad era una fiesta. Los dos primeros días estuve en un hostel que tenía ambiente de discoteca, los empleados todos jóvenes del mundo que sonreían y tenían una buena onda forzada. Los hostels y los irish pubs son los mc donalds de los que nos creemos diferentes. Después me fui a otro hostel y la primera mañana encontré un neo hippie bien barbudo tejiendo al crochet como lo hacía mi tía abuela. Ser tía abuela es hipster. La tarde anterior en uno de los puentes de la ciudad vi un grupo de monjes budistas sacándose selfies. Cada uno en su historia. Me pasé esos días buscando una bicicleta y cuando la conseguí me fui a ver a Suecia. Desde la costa se ve Suecia. Hay un puente pero las bicis están prohibidas así que encaré para el Sur y viniendo de Canadá dejé escapar mi oportunidad de unir en un solo viaje los países del pop. O lo hice a medias. O puedo decir que lo hice. Aunque por ahora cuando cierro los ojos son las sensaciones de lo que efectivamente ocurrió las que aparecen. Y son muchas. Dinamarca es como Uruguay. Campo, mar, bosques y poca gente. La necesaria. Good vibes. Después de varias vueltas salí alejándome de los días en el océano aunque seguí rodeado por el mar. Crucé de isla en isla por puentes y con una balsa, dormí frente al mar mismo como en esa novela de Mishima. (El marinero que perdió la gracia del mar). Ese título equivale a una entera filosofía. A diferencia del personaje estaba contento. En medio de unos campos amarillos y sobre una lomada que permitía ver o adivinar casi toda esa pequeña isla encontré un café. Estaba en un patio interior y como que había que espiarlo desde afuera. No había nadie. Se veía una mesa mirando el campo y el mar que invitaba a la meditación. Toqué una campana y bajó un tipo muy alto y algo dormido. Silencio por unos segundos. Le pregunté si se podía tomar un café. Dudó y después me mostró una puerta y una cocina con un hermoso ventanal. Me preguntó si no tenía inconveniente en preparármelo yo mismo. Claro. Una invitación claro. Andamos y andamos y hay lugares que nos esperan con la puerta abierta cuando otras veces se hace todo tan difícil. Se escurrieron mil kilómetros como si nada hasta que llegué a Berlín. Cielos interminables, ciudades de la llanura, atardeceres de colores y una canción: Honeybee de Steam Power Jiraffe. En los bosques de las afueras de Berlín vi un ciervo, una ardilla roja, dos castores en el río y una familia de cisnes pasó volando sobre mi cabeza. Me contaron que antes en la ciudad había un muro.

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