Cada dos años miro una película de Tsai Ming Liang y durante los primeros minutos pienso “¿qué mierda era lo que me gustaba de esto?”. Pero siempre es igual, de a poco me voy dando cuenta que la idea motora (que en este caso se puede resumir sencilla y vagamente como la deshumanización -y sus resistencias y abandonos- que genera la vida en los márgenes económicos y edilicios del sistema) deviene en una poesía a veces sutil, a veces al borde del derrape pero que siempre encuentra formas de expresarse que son muy propias y libres aunque no caprichosas. A diferencia de otros directores, que parten de una idea central para desplegar una formalidad casi mecánica, correcta pero sin alma (algo que, por ejemplo, observé recientemente en La tercera orilla de Celina Murga, que está muy buena en líneas generales, pero que abusa de los planos divididos y del fuera de campo para darle forma a la ausencia y a la separación entre dos mundos. Algo que está bien, es coherente, pero que es casi como completar un trabajo práctico, muy previsible y criticpleaser), Tsai se vale de esa idea como una especie de magma (#perdoncastoriadis) del cual emergen imágenes coherentes pero vivas, rebeldes y que son de Tsai y que no podrían ser de nadie más.

 Uno de mis momentos favoritos de Stray Dogs es la doble escena en la que el personaje de Lee Kang Sheng y sus hijos cumplen el rito de higienizarse y cambiarse antes de acostarse. Descontextualizadas, no significan demasiado, pero en el trayecto de la película, esa combinación de movimientos medio automáticos, de indicaciones torpes y de nula demostración afectiva en un espacio ajeno y escamoteado como es el de un baño público exuda un humanismo-perruno que (me) conmueve.

Y eso es, en parte, lo que trae Tsai, imágenes que no surgen meramente de desplegar una idea, sino de crear a partir de los pliegues de esa idea, buscando siempre una belleza que interpele, que sea nueva y que no abandone el amor pero que tampoco sea condescendiente.

Como en toda película de TML, hay además una narración, en este caso una disputa por la tenencia de los hijos entre una madre que todavía se aferra a la humanidad (al pensamiento, al diálogo, al arte, etc.) y un padre que trabaja como cartel y parece estar perdiendo esa batalla. Pero más allá de esto, lo que nunca se pierde aún en ese contraste y en esos espacios chotos e inhumanos (y como siempre húmedos) es la preocupación por la supervivencia de lo humano, así sea en forma de perro.No sé si con esto contesto, al menos en parte, mi propia pregunta sobre qué mierda me gusta de todo esto. Creo que un poco.

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