Evidentemente los festivales de rock no son el mejor lugar donde buscar una experiencia. Todos los festivales del mundo comparten entre sí un 95% de su material genético, pero así como hay diferencias entre shoppings o aeropuertos, también las hay entre los festivales y uno en Helsinki tiene sus singularidades. Entre festival y festival europeo se repiten sponsors, merchandising, bandas, e incluso público, pero sería injusto con el Flow Festival no señalar lo que lo distingue.

A diferencia de los festivales en este lado del mundo, donde se abona a veces la mitad de un salario mínimo para ser tratado como basura, aquí al visitante se lo considera casi un ser humano

Algo poco original y medio tilingo para empezar, pero que es imposible omitir, es que a diferencia de los festivales en este lado del mundo, donde se abona a veces la mitad de un salario mínimo para ser tratado como basura, aquí al visitante se lo considera casi un ser humano. Los baños no son puertas al abismo, hay espacios amplios donde sentarse, se puede circular sin entrelazarse en una red infinita de topetazos: en definitiva el servicio mínimo esperable después de pagar 215 euros (costo del abono para los tres días). Los accesos también son cómodos, al ubicarse en pleno centro de Helsinki, en los terrenos de la antigua y ya en desuso planta de energía de Suvilahti. Hay algo irónico, de orgullosa reapropiación en el hecho de utilizar las ruinas de un antiguo centro industrial contaminante para un festival de música que se reivindica como “carbon neutral” (es decir, cuyo resultado neto de emisiones es igual a cero) y aquí ondea la principal bandera del festival: el consumo diverso y responsable. El programa sustentable del Flow Festival no solo incluye una amplia oferta de comida vegana, una infraestructura basada en materiales reutilizados o el uso de energías renovables para iluminar el predio, sino que también ofrece la posibilidad de donar para la conservación del Mar Báltico o para proyectos de reforestación. Indudablemente, el juego ha cambiado y el Estado de bienestar nórdico te propone abandonar la oscuridad industrial y disfrutar de una experiencia de consumo en la que comprás lo que te gusta, con compensación ambiental incluida, y te vas con la panza y el superyó llenos.

Día 1 – Viernes 9 de agosto
Al ingresar al predio, lo primero que se hace es tirar algo a la basura. No hay manera, especialmente para un sudamericano tóxico como yo, de que todo lo que traigas sea sustentable, por lo que la visita al tacho es inexorable. En mi caso fue una botellita de plástico; pensé que si ya tenía una lo mejor que podía hacer por el medio ambiente era reutilizarla, pero el Festival no compartió esta mirada y me invitaron amablemente a desecharla y comenzar desde cero una nueva vida en armonía con el planeta. Durante el festival tirar cosas a la basura es una tarea bastante más compleja de lo habitual; en algunos lugares se encuentran hasta siete tipos de tachos diferentes y cuando uno no tiene la gimnasia del reciclaje tan incorporada tantas categorías juntas pueden intimidar.

Indie finlandés para empezar
Llegué sobre la hora a la carpa negra auspiciada por la empresa española de autos SEAT para ver a Karina, un grupo folk finlandés sumado al line up a última hora. Aparecieron vestidos completamente de blanco, sobre un largo y también blanco tapete entretejido, conformando una ambientación delicada y camp, un poco softcore de los 90, un poco película de Sofia Coppola, según el gusto, y presentaron su folk etéreo, totalmente en finlandés. Había llegado bastante gente para el show, considerando que era un viernes a las tres de la tarde, pero nadie se aproximaba demasiado al escenario, quizás por miedo a involucrarse, a tener que responder alguna pregunta o a que se los confundiera con fans y se esperara de ellos un feedback que no podían dar. Supuse que eso se debía a que no era un show principal, pero en verdad es la actitud habitual: en Helsinki podés llegar tarde a los recitales y avanzar sin recurrir a los codazos. No apelotonarse inútilmente contra las vallas cuando no hay gran diferencia en la visibilidad del escenario puede parecer una costumbre sensata, aunque en un festival de rock todo hábito racional es incomprensible.
Me quedé en la misma carpa para esperar a Maustetytöt (algo así como “Spice Girls” en finlandés) y uno de los recitales que más quería ver. Son dos chicas originarias de Vaala, en la Finlandia rural, y a pesar de su nombre lo que ofrecen es un synthpop deadpan, depresivo y contundente. Dieron lo que prometían: cero movilidad escénica, nulo candor, discursos pronunciados sin afectación humana; tan solo ellas dos, una con guitarra y la otra con sintetizador, una canta, la otra no. Ejecutaron sus pocas canciones en treinta minutos y se fueron del escenario con un simple “kiitos” (“gracias”). No faltaron sus precoces éxitos Tein kai lottorivini väärin (algo así como “creo que me equivoqué completando la lotería”) y SOS, con un riff idéntico al SOS de ABBA, lo que es menos un homenaje que un guiño pop vacío, como tristemente supe más tarde.

Otras salas
Aproveché un bache en el line up para pasear un poco por el predio que el Flow Festival alquila en Suvilahti y me adentré en una de las salas diferentes del festival, la Pink Space, un lugar donde no hay conciertos, pero sí poesía, helados, música ambient, grandes almohadones y superficies mullidas varias y animaciones de caballos fucsias. Es una especie de happy place, muy al límite de ser un crazy place, que se propone como lugar de relajación, alejado del mundanal ruido de un festival que puede muy bien ser mundano pero no realmente ruidoso; los decibeles están estrictamente controlados para no afectar el bienestar sonoro de la ciudad. Además, el público visitante no es particularmente efusivo ni problemático. Aquí y allá aparece un borracho alejado amablemente por la seguridad, pero fuera de estos casos no hay siquiera olor a porro. Sobre el final de la jornada recién pueden divisarse algunos asistentes medianamente alegres, pero en general prima la extrema cordura. Todo el mundo parece haber adoptado el sincero lema de consumir responsablemente y regresar a sus casas como han venido. Los lugares para hacerse mierda son otros.

Cantar con Join The Chant se sintió un poco como un grito de resistencia contra el autoritarismo de lo joven, lo cool y, como siempre, del capitalismo

EBM, R&B y otras siglas
Tras un breve recreo en la sala de prensa, donde me convidaron jenkki or salmiac, un horrible chicle edulcorado naturalmente con xylitol, con gusto a novalgina, asistí al gran recital de Nitzer EBB, con su pequeño, pero fiel grupo de seguidores, casi tan viejos como ellos, inclaudicables en su amor por el EBM industrial, militar, irónicamente fascista. Hay algo romántico en no renunciar a un estilo de música tan anclado en los ochenta y que ni siquiera ha tenido ni probablemente vaya a tener ningún tipo de revival o reivindicación, ni siquiera un guiño camp, más allá de eventos esporádicos como la presentación de Hatari en Eurovisión. Saltar y cantar con Join The Chant se sintió un poco como un grito de resistencia contra el autoritarismo de lo joven, lo cool y, como siempre, del capitalismo.

Ese mismo día a la noche tocó Solange. No es el rhythm and blues algo que yo entienda, sinceramente, y me pasó lo mismo unos minutos antes con Erykah Badu. Toda esa sensualidad me resulta muy ajena, pero intenté mantenerme atento, respetando mi rol de cronista. Los finlandeses tampoco parecían muy permeables a sus ritmos, pero no dejaron de aplaudir y especialmente festejar que Solange continuara su actuación incluso cuando le cortaron el sonido a llegar la medianoche, la hora municipalmente estipulada para el apagón sonoro del festival. Nadie se quejó, a pesar de que evidentemente alguien calculó mal, y se ovacionó a Knowles aun cuando la experiencia había devenido un poco bizarra, y se parecía mucho a estar mirando a un grupo de amigos practicando una coreografía en una plaza un domingo a la tarde.

Antes de Solange realicé un rápido relevamiento de la oferta gastronómica, que tal como insistían permanentemente las gacetillas era muy variada y sustentable, con precios apenas superiores a los que podía encontrarse en cualquier local del centro. Comí una porción de pizza calabresa (no quería fingir veganismo) finita y con poco queso por cinco euros, la opción más barata pero también la menos sabia. Es muy fácil ser vegano en Helsinki, tan fácil como ser carnívoro. Algún que otro finlandés me comentó que se sentía agobiado por la presión social de ser sustentable, pero en ningún momento percibí reprobación alguna, verbal o gestual, por comer carne. Aunque tal vez la hubo, con los finlandeses nunca se sabe.

Día II – Sábado 10 de agosto.
En la segunda jornada hubo un control de seguridad mucho más riguroso al ingreso. Tal vez algo sucedió el primer día; quizás alguien comió equivocadamente un queso no vegano o confundió el tacho de plástico seco con el de plástico mojado, no lo sé, lo cierto es que tardé bastante en pasar luego de que la empleada de seguridad tuvo la desdicha de analizar uno por uno los variados objetos que poblaban mi mochila después de tres meses de viaje por Europa del Este: centavos de lev búlgaro, una multa de Sarajevo, imanes de la URSS, ibuprofeno húngaro, la SUBE, miguitas de todo tipo. Una vez en el predio que el Flow Festival alquila en Suvilahti, arranqué con Slowthai, el rapero inglés de aguafuertes sociales y uno de los pocos que logró sacar al público de su dulce autocontrol. En un momento dado, un anónimo finlandés sin remera invitado por Slowthai y Skepta subió al escenario a cegarnos con su tez y se movió frenéticamente con Inglorious. Luego, admitió no poder acompañar en los coros porque desconocía la letra. Su honestidad no le salvó de ser repudiado por el público y reprendido por Slowthai, quien luego se concentró en organizar un pogo para Psycho. Dado el modo de ser finlandés, este tipo de movimientos grupales siempre tienen que venir organizados, ya sea desde el Estado o desde los raperos. Reanudada la música, se desató el caos. Minigolpes, gritos, empujones y caídas. Son grandes momentos de liberación para chicos tan habituados al bienestar y la distancia; fue como ver a los yuppies que bailaban drogados y desnudos en la secta de Osho pero en un entorno moderado por la ley y el capitalismo. En definitiva fue uno de los shows más entrópicos y divertidos del fin de semana.

Minigolpes, gritos, empujones y caídas. Son grandes momentos de liberación para chicos tan habituados al bienestar y la distancia; fue como ver a los yuppies que bailaban drogados y desnudos en la secta de Osho pero en un entorno moderado por la ley y el capitalismo.

Yves Tumor, Tame Impala.
Llegué a la presentación de Yves Tumor ya empezada, después de evaluar largos minutos si gastar catorce euros (y convertirlo a la moneda pre devaluación del trece de agosto) en pollo thai en cajita de cartón. Tumor aparece absolutamente solo en el escenario y con una iluminación posterior tan potente que lo único perceptible es su sensual silueta. Nunca había prestado demasiada atención a su obra y puedo decir que lo intenté, pero transcurrida la totalidad del concierto no podría asegurar si tocó varios temas o uno largo de cincuenta minutos. Hubo una cierta y orgullosa monotonía en el set que evidentemente no pude amar.

Esta vez en el escenario principal, Tame Impala se encargó de iluminar la no muy oscura noche veraniega de Helsinki con rayos laser y su psicodelia moderada. No es culpa de ellos, pero es como si fuera una banda de hace veinticinco años. Cambió tanto el campo de lo deseable en la cultura pop, que ver alguien con guitarras en el escenario demanda alguna justificación no cis hétero. Quizás no sea justo, pero no es el ambiente para buscar justicias. Finalmente estuvieron bien, digamos, tocaron sus canciones con responsabilidad y el público más rockero se sintió contenido.

Ruusut, Alma, Big Thief.
Varias horas antes tuvo lugar uno de los mejores recitales del festival y nuevamente gracias a una banda finlandesa: Ruusut, una superbanda de tecnopop místico y extravagante, que de un segundo a otro puede pasar del himno trance grandilocuente al viejo y querido tecnopop de ruiditos (ver la no casualmente llamada Glitchit), coqueteando siempre, de manera muy saludable con el mal gusto y lo intolerable. En el escenario Lapin Kulta (marca de cerveza de Laponia, la tierra de Papá Noel) Ruusut convocó una multitud que cerraba los ojos y alzaba sus manos hacia las insoportables luces blancas, como entregados a una divinidad sintetizada cuando sonó Haluun et sä kaipaat mua, una de las hiperbaladas más festejadas. Podría decirse que fue una misa tecnopopera, pero mejor no. Ringa Manner y Miika Koivisto llevan las voces y se visten una con calzas y el otro con una camiseta de hockey sobre hielo; el espectro de la excentricidad normie sobrevoló feliz los terrenos de Suvilahti.

A unos metros de allí, en el escenario al aire libre, se presentó una de las niñas mimadas de la escena pop finlandesa: Alma y su show “Have u Seen Her?”. Con su pelo fluorescente, Alma se hizo famosa por su derrota digna en el reality show Idols, donde terminó quinta, y ahora busca proyección internacional amadrinada por Tove Lo y Charli XCX. Vamos a hablar más sobre ella pero no en este párrafo y tal vez tampoco en este posteo.

El sábado culminó de manera inesperadamente emocional con el gran show de Big Thief, la banda de Brooklyn que formó parte de buena parte de los festivales europeos de verano y que pudo disfrutar del ambiente más sereno que daba La Carpa Negra de Seat. Casi no hubo murmullos –ventajas del finlandismo- ni nada que afectara el intimismo visceral y folkafectivo de la noche. Extrañé a Paul, una de mis canciones favoritas del presente siglo, pero el setlist fue incuestionable, enfocado en el nuevo y brillante Two Hands. Es fascinante cómo aún podemos abstraernos de las condiciones totalmente superficiales que sostienen materialmente un show en un festival y sentir algo. Incluso gente como yo, treintañeros escépticos que asistimos a una situación de consumo tan desangelada y reiterada, y a pesar de toda sospecha y de todo sponsor intrusivo aún así, al menos por cincuenta minutos, podemos rompernos todavía un poco más.

Día 3. Domingo 12 de agosto
Aquel domingo no sólo era el día marcado para las PASO en Argentina, sino también el día más importante del Festival Flow de Helsinki. Había llovido durante toda la mañana en la isla de Lauttasaari, donde me alojaba, y persistían amenazas de lluvias para toda la jornada, pero el festival nunca estuvo en duda y preventivamente al ingreso del predio se repartieron pilotines de nylon para eliminar el riesgo de quedarse a la intemperie. Otra victoria cultural de la socialdemocracia escandinava. Finalmente no llovió y guardo ese pilotín para alguna precipitación inesperada en la cancha u otro lugar donde no estén permitidos los paraguas, aunque su leyenda “if You think sunshine brings you happiness, You haven’t danced in the rain” pueda convertirme en blanco fácil de bullying y probablemente no cumpla sus metas de inspiración.

Antes de los recitales tuve tiempo para explorar el espacio destinado al merchandising, a sabiendas de que no había manera de que gastase treinta euros en una remera blanca de Mitski con la inscripción del título de uno de sus discos. Me resultó previsiblemente inalcanzable como casi todo en Finlandia. Luego recorrí algo de ese otro festival que por falta de tiempo y de conocimientos previos me perdí. Stands con poesía, arte callejero, instalaciones, y diversas muestras de arte audiovisual (incluso una pequeña sala de cine). Fue una pena pero la programación musical era prioridad, especialmente ese domingo raro, en el que se confundían el entusiasmo por los recitales y el nerviosismo por las elecciones.

Hablemos de Mitski
Desde hace un tiempo que tengo una moderada obsesión, sana y nada preocupante, con Mitski. Previo al 2018 había celebrado algunos de sus canciones más difundidas, pero realmente fue ese año, con el lanzamiento de Be The Cowboy, que me radicalicé. Es como si hubiera estado mucho tiempo merodeando su vórtice de indie emocional hasta que finalmente me asomé tanto que me terminó chupando. Al principio me vi atraído por los fraseos prolijos y perturbadores, por el pop cubierto de distorsión, o por los sintetizadores chillando bruscamente interrumpiendo sus melodías tristes, pero poco tiempo después ya estaba arruinado, totalmente entregado a una obra en la que el yo se construye y autodestruye permanentemente, con imágenes e historias tan sencillas y potentes como el mcguffin neurótico de Pearl o la traumática reconciliación con la propia otredad de Your Best American Girl. Ahora ya era un mitskilieber más y su recital en el Flow Festival era la principal razón que me llevó a volver a Finlandia a pesar de que no cuadraba para nada en mi programa de viaje.

Ninguno de los escenarios del festival tenía un telón, así que un rato de cada recital podía verse cómodamente a los músicos ensayar y a los plomos acomodar y probar artefactos. Esta transparencia escenográfica quita un poco de magia, pero también permite husmear el backstage (en este caso stage-stage o el stageself) y conocer las condiciones de producción del show. Treinta minutos antes de comenzar, Mitski apareció mezclándose entre la multitud que trabajaba sobre el escenario con sus calzas y rodillera negras y su remera blanca, uniforme oficial de la gira, encargándose de instalar el tándem nuclear de su show: una silla y una mesa. Pero no cualquier mesa, o en verdad sí, de hecho es la mesa más común que uno pueda pensar, una mesa que se corresponde casi unívocamente con la idea de mesa, que se corresponde 100% con el interpretante dinámico de esa mesa que usted está figurando en su mente en este momento. Sobre ese escenario y siguiendo las marcas en el piso medidas metódicamente por ella misma, Mitski baila lenta y fragmentariamente, como si usase su cuerpo para unir puntos imaginarios en el escenario, llevando adelante una danza continua y lógica. Alrededor de la mesa se mueve con torpeza, o con sensualidad, pero siempre en un mismo movimiento ordenado por la narración que configuran sus canciones. Cada interpretación es un baile y una identidad diferentes; puede ser una lap dancer, una actriz de teatro japonés o una ama de casa en combate con los objetos que la rodean. Cada canción organiza una narración emotiva y corporal precisa. Y más allá del fervor que generan sus temas más reconocidos, especialmente Nobody, acompañada por el entusiasta colectivo de solitarios que conforma su público, durante los cincuenta y cinco minutos reina una feliz sensación de excitación y desconcierto, de estar en presencia de un recital realmente distinto.

Mitski: Esta es mi primera vez en Finlandia…
Público: ¡¡¡Wuuuu!!!
Mitski: Y hoy me desperté, por alguna razón, sintiéndome terriblemente deprimida. ¿Así es como es para ustedes todos los días?
Público: ¡¡¡Sí!!!
Mitski: Bueno, yo ya me voy…

Después de Mitski. Father John Misty, Tove Lo y The Cure.
Todavía afectado por el show de Mitski caminé sin gracia hacia el escenario principal donde Father John Misty y su orquesta ya habían iniciado su Concierto. Tenía ganas de verlo, pero aún estaba procesando el recital de Mitski y no pude comprometerme con su actuación. Ya recompuesto emocionalmente piqué un poquito de Stereolab, a quienes había visto en Barcelona dos meses antes y que repasaban con socialista alegría sus clásicos. Interrumpí la nostalgia para encontrarme con la ascendente estrella nórdica Tove Lo. Sin mucho agregado visual ni escénico, Tove sale a escena con campera y cullote de cuero, medias de red y top blanco a mostrar lo suyo (teta incluida), a afianzar su posición en la constelación del pop escandinavo, otra sueca más en la champions global del pop, y se muestra humilde, deseable y accesible al mismo tiempo. Invitó a Alma al escenario, en un momento gremialista nórdico y privilegió siempre la energía sobre la prolijidad. Adelante por supuesto estaban sus seguidores más devotos y tiernos, los que encuentran en canciones como Bad as the boys pequeños himnos de digresión sexual con los que reivindicarse en el mundo. Tove sabe cómo combinar la euforia y la emoción, y conectar a través de la magia de las sintetizaciones.

Después de Tove Lo, el show de The Cure se sintió demasiado extenso y aburrido en su primera parte, con un setlist que recorre su discografía sólo hasta Disintegration. Los largos jams de guitarras distorsionadas y las paredes de sonido parecían deidades de otro tiempo contempladas con más piedad que devoción. Pero la segunda parte, la populista, es la que todo el mundo esperaba y la que realmente sacudió un poco la amargura de las primeras ocho horas de recital (puede que hayan sido menos). ¿Quién puede ser inmune a esos temazos que marcaron la cultura pop de los ochenta? Quizás los nacidos en los noventa, pero aún somos más los que nacimos antes y en ciertas situaciones nuestra voluntad aún prevalece.

El final

Al final de la jornada intenté ver algo de James Blake pero sólo llegué para los saludos. Parecía muy conmovido, aunque me han dicho que simplemente él es así. Intentando extender mi festival lo más posible fui a la última carpa activa, donde estaba la DJ rusa Nina Kraviz. No había mucho lugar pero hice algo que distantes comunidades interpretativas podrían aceptar como “bailar”, y a pesar de que involuntariamente me tiraron un poco de cerveza encima, puedo decir que el ambiente era muy sosegado, alegre y nada adrenalínico.

Me retiré del predio un poco más tarde que los otros días y descubrí que ya no había subte y que mi celular había muerto, lo que en Helsinki se parece mucho a estar orgánicamente muerto, ya que no tenía manera de saber cómo llegar a casa y además no podía mostrar mi pase electrónico en el colectivo. La generosidad de unas extrañas italianas y la amable indiferencia de los choferes finlandeses me dejó llegar sano y salvo a la distante isla de Lauttasaari. Mi experiencia en el paraíso del consumo pop y responsable no había podido ser mejor, con brillantes recitales en un entorno cómodo, ecológico y que redime toda culpa, pero la toxicidad argentina me llamaba. Ya era la una de la mañana en Helsinki y aún no estaban los resultados de las PASO, lo que significaba que aún tenía varias horas por delante para regodearme con datos falsos, hipótesis dudosas y todo tipo de chicanas en Twitter hasta el feliz resultado final. A eso de las seis de la mañana el mundo feliz del Flow Festival parecía ya muy lejano y aún estando a trece mil kilómetros, ya me sentía de nuevo en casa.

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