Una película sobre un adolescente sobreprotegido, que después de años de homeschooling ingresa a la escuela pública para conquistar el corazón de una rubia amputada, se enfrenta a innumerables peligros. Y si emprende el camino de la extravagancia, como es el caso de Adventures in Public School aún más. Bien puede caer en el adorabilismo tipo Amélie, en un wesandersonismo sin wesanderson, o en una ironía que explote la vergüenza ajena (cringexploitation?), recurso tan común en este nuevo siglo. Pero nada de eso ocurre con la película de Kyle Rideout, que sale airosa en sus propias reglas y ofrece una historia sobre la sobreeducación que es a la vez sabia y divertida.

[anti spoiler] no voy a contar casi nada de la película, más que señalar ejemplos concretos del tipo de humor que propone y me gusta.

Un primer gran mérito es que el universo en el que la historia se inscribe es enteramente absurdo (un poco a la manera de las películas de Jared Hess, más allá de sus irregularidades). Protagonistas o secundarios, todos los personajes participan de una lógica antinaturalista sostenida, y en tanto forman parte de ella a nadie parece importarle mucho la perturbadora relación de Liam con su madre, ni su falta de habilidades sociales básicas o que le permitan reemplazar en la escuela a una estudiante enferma y adoptar su casillero, estudios y nombre. Que a nadie le importe, que nadie reaccione ante semejantes despropósitos es gracioso, amigos. Si cuando Liam intenta acoplarse al grupo de danza moderna alguno de los espectadores lo observase con desdén o hiciera algún comentario despectivo, la magia se rompería, pero no, lo miran con la misma apatía que mirarían el Lago de los cisnes. Y no es sólo que este camino del absurdo total sea más gracioso, señores, sino que también es más ético. Porque además de indicarles qué es gracioso y qué no, permítanme que les diga algo más. Uno de los grandes males de nuestra generación es la ironía. La ironía es autocomplaciente y vil, y en la comedia puede despojarnos de cualquier rastro de dignidad. Tomemos por ejemplo The Disaster Artist, festejada obra de James Franco que consiste básicamente en el regodeo del disfrute irónico, es decir, el súmmum de la autocomplacencia. En TDA, como tener un personaje absolutamente desconectado de la realidad del cual reírse no bastaba, aparecen personajes como el de Seth Rogen, que refuerzan el patetismo del objeto risible mediante metacomentarios y aclaraciones irónicas. Por ejemplo, durante el estreno, cuando se muestra dos veces el logo de la pseudo compañía de Wiseau, Seth Rogen dice “ah, dos logos… muy bien” con sorna, por las dudas que alguno no haya reparado en el nuevo disparate ególatra de Wiseau. Además de su objetivo cómico, estos personajes también sirven como anclaje enunciativo del autor y como punto de reconocimiento para el espectador, una especie de “ud. está aquí”, “ud. podría ser este salame o al menos su compinche”, el elemento normal, aunque no serio, la voz de la gente piola, mordaz, avispada que mira con desdén la estupidez de los demás. Esta figura tranquilizadora de las películas y las sitcoms viene a decirte que vos sí te das cuentas de cuál es el registro normal, qué está bien y qué es basura, qué es de calidad y qué es clase B. Quizás seas un loser total, pero igualmente has quedado del lado de los vivos. Esta complicidad triste es uno de los grandes males de la comedia del nuevo siglo, y, a pesar del riesgo que implica una comedia con este tipo de personajes tan peculiares, Adventures in Public School logra salir indemne. En su mundo antinatural y aberrante estamos todos al mismo nivel, y esa falta de un lugar de enunciación superior a los personajes nos permite, además, empatizar más genuinamente, y no simplemente verlos como meros minusválidos con corazón.

Dejando de lado toda esta axiología desvariada, y centrándome más en la mecánica de los gags, quería marcar otro mérito importante de la película: el de saber hasta dónde ir, y en esto tiene más intuición que cabeza, algo que quien aquí escribe extraña en las comedias. En una escena, Liam y su camarada Wes juegan un partido de bádminton contra dos chicas asiáticas (sí, medio racista esto). Lógicamente pierden, y los efectos de la derrota se muestran en un rápido montaje de Wes reaccionando ante cada punto de la misma manera, golpeando la raqueta contra el suelo con furia. Wes no la golpea ni una ni dos ni tres, sino seis veces (no chequeado). En el gag no hay una escalada, sino pura repetición, no hay un giro hacia lo extremadamente violento, ni hacia lo escatológico, lo surreal, a nada. Es una y otra vez lo mismo. Y una vez no es gracioso, dos tampoco, tres ya es extraño, pero seis es hilarante. La película confía en sus recursos, en sus reglas, en un absurdo hasta casi primitivo para hacer reír e ilustrar su mundo. En otro momento, cuando el director de la escuela la invita a cenar a Claire (la increíble Judy Greer), las interjecciones de duda y estupor se prolongan tanto que termina simplemente cortando el teléfono sin mediar palabra. Este es el humor que propone la película, y es el humor que me gusta a mí.

La película tiene varios méritos más (como las caprichosas formas que tiene de hacer avanzar la narración, que me recuerdan a lo fácil que es conseguir trabajo en algunas películas de Kaurismaki) pero ya se ha hecho tarde, amigues. Lo que quería marcar principalmente es que con más o menos aciertos, AIPS muestra que este tipo de humor absurdo, menos pegado a la efectividad del oneliner o de la referencia pop, también puede ser sabio, divertido y accesible. Es cierto que hoy las escuelas hegemónicas son otras, pero para qué están las escuelas si no es para abandonarlas, no?

Todavía la pueden ver el próximo domingo a las 23h en A. Belgrano 3.

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