Todos soñamos con tener un anciano padre japonés, que tenga una casita en las afueras, cerca de la playa y poder visitarlo cada tanto con una linda novia viuda y madre de un simpático otaku. Bueno, al menos yo sueño eso. Pero Koreeda en Un día en familia nos alerta, nos dice “Epa, guarda que igual no es fácil eh, mantener una familia y todo eso”. Pero el buen Kirokazu es mucho más claro en su cine que en esta cita apócrifa. Hablemos entonces sobre Un día en familia (así es el telefésco título que tiene en la cartelera porteña, originalmente se llama “Aruitemo aruitemo”, no sé si les dice algo).
El asunto en torno al cual gira la película es una reunión familiar para conmemorar la muerte de Junpei, el hijo pródigo, aquel que estaba destinado a seguir los pasos de su padre pero que falleció imprevistamente. Entre anécdotas refritadas y charlitas de ocasión, presenciamos las alegrías, cariños, pero especialmente los roces, los conflictos irresueltos entre los dos grandes protagonistas de la película: Kyohei, padre y líder de la casa, ex médico, autoritario, soberbio y rencoroso; y, Ryota, el hijo segundón, el que se apartó del camino establecido, renegó de estudiar medicina y se dedicó a restaurar cuadros y formar una típica familia posmoderna junto a una bella viuda y su niño. Entre ellos hay una tensión dominguera y japonesa, pero tensión al fin.
Las diferencias que los separan son muchas e irreconciliables. Para el padre no ser médico es ser un tarado, un gil, un flor de pelotudo, y si uno se dedica a restaurar cuadritos ya merece prácticamente la lapidación pública. Entre Ryota y su padre existe una diferencia generacional muy grande, una brecha entre lo tradicional y lo nuevo, que implica distintas prioridades, velocidades, personalidades. Ryota hace rato que se dio cuenta de que o se somete a los deseos de su padre y vive la vida que él le diseñó, o hace la suya pero a costa de romper lazos. Para colmo de males, Ryota ni siquiera encuentra su lugar en esa otra familia que está construyendo. Atsushi, el hijo de su novia y adorable como todos los niños que filma Koreeda (esto suena mal, ¿no?) lo quiere pero como amigo, no tanto como padre. Como Vélez, Ryota es visitante en todos lados. Y eso lo deja sin aliento (como a Vélez).
Koreeda nos mete de contrabando, entre los vinilos viejos, los juegos, la música tenue y las fotos retro, esa sensación de mierda que produce algo que muchos experimentamos durante nuestra vida y que tiene que ver con no poder conciliar nuestra identidad como individuos modernos, cooles, cancheros, que leen Encerrados afuera y se cagan en todo con nuestra identidad como hijos, padres, hermanos o lo que sea. Es cierto, la película no arriesga demasiado, no lo pretende. Ni siquiera intenta ser exageradamente sutil (¿para qué?) pero es efectiva en construir un micromundo (la película se desarrolla en un día y en casi un solo lugar) de dos caras que resulta, en todo sentido, familiar y que nos transfiere una chota y molesta sensación de resignación. ¿Y para qué sirve el cine si no es para hacernos sentir mal? Un abrazo.
Juan Upma
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