En una de las escenas más éticamente cuestionables, pero no por eso menos fascinantes de The Act of Killing sucede lo siguiente. Después de recrear el incendio de una aldea comunista, una niña no para de llorar. Además de extra, es la hija de uno de los asesinos que protagonizan la película. Su padre le pregunta, sinceramente extrañado: «¿Por qué llorás? Si es una película, nada más”.
Lo primero que aparece en The Act of Killing es el horror de la impunidad que ni siquiera se percibe como impunidad. Mercenarios que mataron a miles de personas durante el genocidio político indonesio aparecen muy alegremente contando sus crímenes como quien cuenta un golazo que hizo hace 40 años. Le puse el cable acá, limpiábamos la sangre ahí, había mucho olor. Son tipos ni siquiera muy concientes políticamente, ni siquiera realmente anticomunistas, más que nada eran freelancers, “hombres libres” como se insiste desde el gobierno y los medios, gángsters. En terminos de banalidad, Eichmann es un poroto. Y ahí ya surge alguna cosa. ¿Cómo puede un criminal narrar su propia historia? ¿Qué distancia se puede tener frente a semejantes crímenes?
Después viene la representación. Los criminales acuerdan filmar una película de estética hollywoodense para contarle sus hazañas a las nuevas generaciones. A pesar de su fuerza represiva, el poder indonesio nunca relegó el papel de la propaganda, de las películas y los noticieros que ayudan a escribir la historia. En esta producción, los criminales no sólo se interpretan a sí mismos, también interpretan a sus víctimas. La evolución que provoca la representación en cada uno de ellos es diversa y fascinante. Para alguno todo continúa siendo un juego, para otro un nuevo capítulo en la historia de mentiras creadas para cubrir las atrocidades sin que eso implique remordimiento alguno, pero para otro, para Anwar Congo, ese personaje horriblemente humano, y que al comienzo de la película se mostraba orgulloso de sus asesinatos pero con un atisbo de duda, con una preocupación mayor por la justificación, empieza a tambalear. Con la representación comienza a crecer en él una nausea, un malestar inexpresable; el síndrome del padrastro de Hamlet. Seguir creyendo en la inocencia de la representación es un poco más difícil después de ver The Act of Killing. ¿Qué es la historia? ¿Cómo construimos la historia? ¿Cómo nos construye la historia? Nunca el imbrincado triángulo entre hechos, representación e historia tuvo una puesta en escena tan contundente. Donde empieza uno y termina el otro se revela como un límite totalmente artificial. La memoria, o como quieran llamarle, está por ahí, en el medio de esa ensalada de sangre y efectos especiales.