La película de Vitaly Mansky no se presenta con sutilezas. Después de un pequeño montaje sobre la seguridad de Putin, vamos a una pantalla negra donde aparece el título y por debajo se forma lentamente una hoz y un martillo. No sé si hay mucho que agregar. Infelizmente, esta delimitación tan fuerte del sentido no va a circunscribirse solo a los títulos de inicios, sino que se prolonga a todo la película y va a ser un problema.

Por si quedaban dudas, la posición del director rápidamente se reafirma con una muy buena secuencia introductoria. Una filmación hogareña de 1999 en la que Mansky y su familia, mientras preparan el baño de la más chica o arreglan pequeños detalles de la cotidianeidad, comentan, con una mezcla de miedo y sorna, el cambio de mando de aquel año, cuando Yeltsin le deja su lugar a Putin. Mansky, su esposa y sus niñes no adoctrinades ven en el recién llegado la amenaza de la dictadura, de un regreso a la Unión Soviética, y la postergación del paraíso liberal prometido por Yeltsin y que nunca llegó.

Pero esa intimidad es solo una introducción que confirma la posición del director, incluso en aquel tiempo en el que trabajaba para Putin, que pronto da lugar al impresionante material de archivo sobre los grandes nombres que marcaron la Rusia de los últimos treinta años y que Mansky reunió admirablemente durante mucho tiempo. Primero lo vemos a Yeltsin. Gordo, viejo, borracho y desconcertado. Asistiendo primero con complacencia y luego con preocupación los resultados de las elecciones que consagraron a Putin como presidente en aquel 1999. El material capta con agudeza, aunque sufriendo la intromisión de una voz en off sobreexplicativa, el momento exacto en aquella jornada eleccionaria cuando Yeltsin comprende que Putin no le va a atender el teléfono y que su tiempo de poder ha terminado para siempre. Es una caída brutal y al mismo tiempo apacible, no violenta, familiar, desde el protagonismo y el poder absoluto a la irrelevancia más oprobiosa. Gordo, viejo, borracho y desconcertado, pero Yeltsin se da cuenta perfectamente que su tiempo acabó y esa es una captura fenomenal de Mansky.

Otras escenas tienen más aristas, aun a pesar del propio Mansky, que intenta encajar todo en un sentido no disputado. En una de ellas, el director cuestiona a Putin (ya presidente, y evidentemente con confianza) haber retomado la melodía soviética para el himno y utilizar la bandera roja en algunos actos conmemorativos. Más allá de los pobres argumentos del director (“hay una colecta de firmas en contra”) y los de Putin (no se puede negar el pasado y la identidad de una mayoría de rusos que siente nostalgia y afecto por los años soviéticos) lo que sorprende es ver a Putin tan interesado en conversar y persuadir de sus ideas a su jefe de audiovisuales, a punto tal que posteriormente retoman la conversación en muy buenos términos, a instancias del propio Putin. Este fascinante material, que le da un poco de ambigüedad a la cómoda construcción de Putin como un simple déspota, es permanentemente desafiado por la voz en off del director, que intenta neutralizar esa apertura de sentido y restaurar verbalmente uno más tranquilizador: Putin es un dictador comunista, por eso necesita que yo piense igual y por eso trata de convencerme. Tal vez sea así, pero esa voz en off está de más. Mansky cuenta con un material extraordinario, complejo, por momentos desconcertante, por momentos cómico, pero sus comentarios a veces meramente redundantes, siempre pobres y bastante panfletarios, parecen desconfiar de su propio material y sobre todo de las lecturas que de él puedan hacerse.

Otras escenas tienen un simpático halo de ironía, como cuando Putin afirma que no soportaría estar muchos años en el poder como los reyes, o van marcando rasgos de una construcción de poder a partir de pequeños detalles. Pero esa voz en off. Esa manía de querer cerrar el sentido con una voz solemne, rigurosa pero cansada, tan enamorada de sí misma, y con el agregado de una música incidental ridícula, definitivamente no colabora: lo que pudo ser un documental extraordinario sobre el crecimiento de un personaje poderoso, misterioso y ciertamente autoritario confiando en el material de archivo y el montaje, termina pareciendo, por momentos, un mediocre informe televisivo. Y más allá de sus loables hallazgos, no deja de ser un resultado contradictorio para un documental sobre un déspota que no se le permita al espectador desviarse ni un ápice del sentido propuesto por el autor.

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