Sobre la película, como de casi todo lo que mencionamos en este texto, hablaremos más adelante.
Es sabido que las casualidades suelen venir encadenadas. El día de nuestro arribo, descubrimos un restaurante coreano recién inaugurado a pocas cuadras de nuestro hotel.
La colectividad coreana en Montevideo es más grande de lo que uno podría suponer. Una simple recorrida por el centro nos lleva a descubrir un par de restaurantes e iglesias coreanas. Cerca, Corea (del sur), siempre estuvo cerca.
Sobre el local recién inaugurado, podemos decir que una de sus mozas es una chica uruguaya que habla coreano con una corrección inesperada (aseguro con un caradurismo al que por suerte, creo, ya los tengo acostumbrados) y es, como todo el mundo, fanática del K-pop. La comida de este lugar (del cual no recuerdo el nombre, pero al cual volveremos) no está mal, pero el restaurante que no hay que perderse es Arariyo. Verdadera comida coreana, con una atención que me hizo sentir en mi Incheon natal y en el cual probé por primera vez un delicioso postre llamado hongsi.
Sirva este pequeño adelanto cinéfilo-culinario (seguramente en el bello idioma coreano existe una palabra que unifique estos dos placeres) como un precalentamiento al banquete hongsangsooniano que nos espera a nuestra todavía lejana vuelta a Buenos Aires.
En esas pesadillas se aparece sentado al lado de mi cama, el mismísimo Jean-Luc Godard, quien mientras se fuma un terrible habano me mira a los ojos y me dice:
“Mentiroso”. Sin ningún tipo de reacción de mi parte, el irónico franco-suizo continua con su acusación: “Mentiroso” repite, “por que en todas estas crónicas en las que decís contar la verdad sobre tus días en el festival de Montevideo, ni una sola vez escribiste sobre esa chica coreana con la que vas a todas partes”.
Me despierto sobresaltado por el ruido de la ventana que, cual película de terror clase b, se abre y cierra ruidosamente. Me asomo a la ventana y en la esquina, iluminado por la luz de la luna llena (je), la desgarbada figura de Jean-Luc me mira, todavía acusador y, a pesar de la distancia, alcanzo a leer en sus labios, nuevamente, la palabra mentiroso. Me vuelvo a despertar y esta vez sí, abandonamos el mundo de los sueños y los recursos trillados.
Acepto la lógica de los sueños, pero no logro entender cómo es que Godard me habló en un perfecto castellano y mucho menos con acento uruguayo.
Trato de recuperar el sueño, pero es imposible. Bajo al desabitado hall del hotel y empiezo a escribir esta crónica, en la cual les prometo a partir de ahora, contar toda la verdad y ver si de esta manera, consigo exorcizar el terrible y acusador fantasma del Godard uruguayo.
Marcelo Alderete
Fotos: Cecilia Barrionuevo