Somos profundamente fans de McDull desde la primera hora. El año pasado nos dimos una panzada con la retrospectiva de este chanchito honkongués y deliramos de felicidad con la tercera peli de la saga, McDull: Alumni. Es difícil alcanzar esas alturas otra vez.
Dicho todo esto, bueno, lamentablemente el Kung Fu Kindergarten nos decepcionó un poquito. Sólo un poquito. Es imposible superarse todo el tiempo. Pero si nunca vieron una McDull, vayan, no se van a arrepentir. Si ya vieron alguna no se los tengo que decir.
Después de Alumni, donde McDull se asomaba al abismo del mundo adulto, no quedaba más que volverse a la infancia con la cola (el rabo) entre las patas. Así que aquí no ha pasado nada y estamos todos otra vez en la escuela. McDull tiene problemas para avisar que quiere hacer caca. La madre da una antológica audición para representar a una menopáusica… y pierde. Así que, una vez más, decide empacar y llevarnos a McDull y a nosotros de viaje por los alucinados paisajes de colores, de la Honk Kong de los edificios siempre en construcción a un antiguo monasterio taoísta de Kung Fu en las alturas de las montañas chinas. Ella, mientras tanto, se prepara comercialmente para enfrentar el sueño del parripollo propio.
Pero nada de esto es importante. Lo importante son los colores, el absurdo constante, esa manera de mostrar que este mundo no está hecho para McDull, de quien dice su maestro: «no es retardado, sólo tierno». Muchas veces, más de las que quisiéramos aceptar, todos somos McDull. Vale entonces recordar la frase que le dice amorosamente su mamá: «siempre tendremos nuestro pollo».
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Unite a la CharlaY no, no es que no haya visto mi inmensa cuota de animación, por un lado, y de comedias hongkonesas...