Viktor Tsoi es un desconocido para los argentinos, en realidad para la mayoría del mundo, pero fue la gran estrella del rock soviético de los años ochenta. Aunque es justo decir que no había muchas más. Viktor fue un pionero, un poeta y un gran compositor que se convirtió en mito con el desgraciado favor del destino de encontrar su muerte a los 28 años en plena popularidad. También colaboró en la construcción de la leyenda que Viktor era un poeta sin fortuna (ok, algo difícil para una estrella de rock en la URSS) y tampoco muy preocupado por la fama; vivió humildemente, acorde a sus principios, pensando sólo en componer, en hablar de música y de comida. O al menos eso dicen. Fue como una especie de Ian Curtis del otro lado de la cortina de hierro, aunque evidentemente menos oscuro.
Leto de Kirill Serebrennikov tiene un primer gran mérito y es no ser una biopic wikipedista sobre Tsoi. De hecho, no cuenta nada de su infancia, adolescencia ni del trágico final. Lo que le interesa es la emergencia de Viktor como una singularidad que al mismo tiempo era expresión de esos albores de hibridación cultural, cuando el rock finalmente estaba irrumpiendo en la Unión Soviética, imposible de contener para la KGB y para beneplácito de las potencias de Occidente que tanto dinero y tiempo habían invertido en ello. Viktor Tsoi, su banda Kino, y otras que aparecen en la película, como Zoopark, dejaron su huella en aquellos años de novedad y turbulencia, al menos en las juventudes de las grandes ciudades como Leningrado.
Si bien Leto se centra específicamente en Viktor y su entorno, la idea madre es dibujar una mirada sobre aquel momento histórico de ruptura cultural y que acompañaría (algunos dirán también “motorizaría”) las rupturas políticas. Esa voluntad de crear una distancia y de darle forma a un comentario más que profundizar en biografías emocionales, de construir una visión sobre la época más que un relato mimético (como se ha empeñado en hacer el aluvión de biopics recientes), toma fuerza en la primera mitad de la película en forma de videoclips que irrumpen con arrogancia estilizada en la cotidianeidad en escala de grises de la Leningrado setentosa. Los covers improvisados de The Passenger o Psychokiller se abren paso cubriéndose de estelas coloridas y estridentes en los tranvías y calles de la ciudad, acompañados en coreografías y coros por los transeúntes-extras, dejando de lado el realismo para pasar a la intervención performática, marcando esa ruptura, ese momento en que la cultura joven global y capitalista asaltaba una sociedad que se abría con excesiva lentitud. En esos videoclips se presenta un personaje que aparece esporádicamente durante el resto de la película pero que es fundamental, porque funciona como una especie de nota al pie del autor. Por ejemplo, y marcando el contraste con la pulsión mimética que existe en Hollywood, cuando entra en escena quien interpreta a Viktor Tsoi, este personaje-autor mira a cámara y dice: “No se parece mucho, ¿verdad?”.
En la segunda mitad de la película, Kirill parece abandonar un poco su idea de volverla un objeto posmoderno, crítico y distante y se adentra en el triángulo amoroso entre Viktor, Mike Naumenko, líder de Zoopark, y la novia de Mike. O al menos eso parece. El enredo amoroso se sostiene bien en la bella fotografía de los interiores y en los típicos empapelados comunistas, también intervenidos por posters de T-Rex o Bowie, pero en ese mismo lío amoroso hay una cuestión problemática que lo excede y que es, curiosamente, el conflicto de muchas películas soviéticas (incluso de algunas biopics como Taming of the Fire de Danill Khrabrovitsky), y es el de la lucha entre el deber social, la obligación con el bien común y los afectos. Qué priorizar, básicamente. No escapa de esa lógica contradictoriamente soviética la motivación de Mike, el rockero antistablishment. En este triángulo amoroso mitologizado pareciera que Mike da su bendición a la infidelidad de su novia por el bien de ellos, pero sobre todo por el de Tsoi, el de su delfín, ya que su felicidad, su esperanza significa a su vez la de toda la juventud rockera soviética que lucha por un cambio cultural definitivo. No hay mejor homenaje para Viktor Tsoi y su troupe que algo como Leto, una película con ambición poética e imaginación, cuestiones medio prohibidas incluso donde abunda la libertad.