Pasé el día leyendo en la cubierta. Una forma de la eternidad dice un personaje de Durrell en El Quinteto de Avignon mientras navega por el Mediterráneo rumbo a Egipto. Estar en alta mar. Los ensayos de Kureishi, el filósofo coreano que escribe en alemán y que jamás volveré a leer, Cheever. Se acerca una nubosidad desde el continente y la atmósfera se volvió lechosa (milky es una palabra mucho más linda). Estuve desconectado varios días y todo se hace más fácil y mejor. Solo hay señal en muy pocos lugares y Ben se conecta en puntos específicos para saber cómo salieron los partidos. Esa fue mi manera de ir a Rusia para ver el Mundial. Nunca fue la idea, pura casualidad de estar por acá, como Pablo que una vez fue a un festival donde entre muchos artistas tocaba Aphex Twin en uno de los escenarios y se fue a ver otra cosa para enojar a Emilio. Tantos días de navegar juntos con Ben hace que ya no hablemos mucho. Cuando lo hacemos es para pensar en otros viajes. Ir a Madagascar saliendo desde Europa cruzando el canal de Suez. Parar en algún puerto y meternos en el continente en las montañas de Somalia y Etiopía. Después Kenia y la isla de Zanzíbar. Hoy después de correr me tiré al agua por segunda vez. La primera vez fue en una isla en Letonia. Lo voy a volver a hacer en Finlandia y en Suecia. El archipiélago de Finlandia tiene como 90000 islas e islotes. Piedras redondeadas y pulidas por los glaciares que caen al mar. Que caían al mar. Me tiré de cabeza como a una pileta y sentí frío y vértigo. Por alguna extraña razón del cerebro no es lo mismo nadar en un metro de profundidad que en ocho. Se siente el vacío. La temperatura es justa para no helarse, poder nadar un poco y salir. No tan fría como para sentir un shock. Traté de sumergirme un poco y fue como entrar a una cueva helada. No hay nada de viento y el mar es un espejo. No se sabe donde empieza y donde termina el cielo. Un poco más tarde vamos a navegar en esta agua inmóvil como si nos empujara un espíritu. El barco en verdad es muy liviano, casi como tres kayaks amarrados y con una vela que empuja aunque no haya nada de viento. Siempre hay viento claro. Se ven venir las ráfagas sobre la superficie del agua como un fantasma en una película de terror japonesa. Los otros veleros más pesados no se mueven o tienen que usar el motor. Me senté sobre el trampolín estilo Di Caprio sintiendo la brisa y viendo la quilla abriéndose paso y escuchando el murmullo. Estoy en un centro del mundo.
No vamos a subir a Copenhagen y vamos a cruzar al Mar del Norte por un canal que atraviesa la península que ocupa el Norte de Alemania y el comienzo de Dinamarca. Todos los lugares se van localizando en mi cabeza. Una vez que paso con la bicicleta, navegando o caminando se hacen reales. Antes son solo teoría. Viajar en avión, tren o auto tiene algo de irreal. Los lugares no se inscriben en el cerebro como cuando pasan primero por los pies. Lo sabía Piaget; es una clase de inteligencia más temprana y corporal.
Algunas golondrinas sobrevuelan la superficie. No se por qué dejé pasar tanto tiempo sin leer a Kureishi. Fue a la misma escuela que Bowie (unos diez o quince años después) y tuvieron el mismo profesor de Arte que era el padre de Peter Frampton. Lo importante. Me tiré al agua y mientras tanto el personaje de Cheever de Falconier se sumergía en las profundidades de una prisión. Si la vida durara siglos y tuviéramos la posibilidad de recordar las vidas pasadas de seguro pasaría unos años en la cárcel. A mi memoria espacial le agregué en este viaje un grado más hacia el Este, 31° (uno más que en Estambul) y casi 20° grados más al Norte. A veces me comporto como si después de esta vida viniera otra en la cual voy a prestar más atención, otra vida en la cual voy a ser más cuidadoso y considerado con los que me rodean. A veces ando por la vida como si estuviera hechando una mirada para volver más tarde, como pispeando en una fiesta para ver si vale la pena.