En ese momento estábamos preocupados – si esa era la palabra – con los incendios en Australia. Un par de semanas antes caminando por el sendero de las cinco lagunas había visto el cielo lechoso, de un color difícil de descifrar. Fue el tercer o el cuarto día de caminata. No hubo en todos esos días una sola nube. Caminé por varios valles, subí y bajé cuestas, tomé mate en unas piedras junto a varios ríos. Crucé varios pasos y en cada uno de ellos un cóndor voló sobre mi cabeza. Nadé en lagunas de agua helada en ese borde en que creía caerme en un precipicio. El agua está menos fría en ese metro o dos en que la laguna es playa hasta que de golpe desciende en un pozo sin fondo. Nadé en ese borde y nadé en una especie de pileta al pie de una cascada. Las piedras de granito calientes por el sol calentaban el agua y esa pileta al comienzo del valle era inusualmente cálida. Me zambullí después de un día largo, hermoso y esforzado. En el fondo vi a Mayra con quien no hablaba hace días.
Se decía que era la ceniza que había dado toda la vuelta completa y llegaba desde Chile. Como aquella vez que vi caer la ceniza del volcán en Uruguay. Vi llegar la nube y vi después una película de polvo sobre los autos estacionados. Había parado a comer en un barcito en Punta del Este. Era invierno y no había nadie en la ciudad. Vacía como por los efectos de una pandemia. Iba para La Paloma. Ya me desvié. Estoy confundiendo dos cenizas. Las del volcán que empezaron en Chile, cruzaron Argentina y dieron la vuelta completa y las que venían de Australia en este verano. Unos días después en el segundo grupo de la temporada llegó Steve. Un australiano con barba a lo ZZ Top. Apenas habíamos cambiado unas palabras cuando le dije que tenía que hacerle una pregunta. Claro. Sí era verdad que en Australia la mayoría de la gente es feliz. I bet they are me contestó. Creo que sí me dijo y sonrió. Lo hizo con esa sonrisa cálida y franca de un hombre feliz. Hablaba muy despacio y con una voz de locutor de medianoche. En cualquier otra persona hubiera sido demasiado, pero no en él que era todo frescura. Algunas veces he tenido – no muchos – pasajeros de Nueva Zelanda. Son gente divertida en general. Me divierto mucho con su acento y me gusta escucharlos hablar con un poco de celos acerca de Australia. Espero y entonces en un momento yo les nombro Flight of the Conchords y los conquisto. En especial ese capitulo sobre la feria de turismo donde los protagonistas tienen un stand al lado del stand de Australia . El stand de Nueva Zelanda es una tristeza verdaderamente. El de Australia desborda alegría lleno de gente hermosa y chicas en bikini tomando tragos de colores. Mientras tanto los pibes de Flight of the Conchords reparten flyers, como cuando pretendíamos conquistar chicas ofreciendo nuestra nerditud y cassettes con compilados de canciones melancólicas.
La cosa es que estoy leyendo una novela de Peter Carey que es un escritor australiano. Tengo una linda edición en papel que me pasó un personaje llamado Ruben que es un norteamericano que conocí este verano (Ruben suena mucho mejor en inglés). Es una linda edición. Como la ceniza del volcán la historia que trajo el libro a mis manos dio la vuelta al mundo. Muchos buenos libros llegaron a mí este verano. Con Steve pasamos el último día, cuando navegábamos entre los glaciares, recomendándonos libros. Lo mismo con Bic. Bic leía un libro llamado The Club. Un club de hombres en el siglo XVIII que incluía a Samuel Johnson, Boswell, Edmund Burke, Edward Gibbon y David Hume entre otros. Un poco como la cena de los lunes acá en Cristobal. A Steve le hablé de los gauchos de la frontera entre Uruguay y Brasil y le dije, entre otras cosas, que debía leer sí o sí El Muerto de Borges. Seguramente lo encontraría en alguna antología.
Cuando días después hablé con Nestor (recién había regresado del Chuy luego de pasar un par de semanas varado en el hotel de su amigo) él me dio otra versión de los hechos. En verdad los incendios de Australia fueron la gota que había rebalsado el vaso. Primero fueron los fuegos de Brasil y Bolsonaro. Después los incendios de Australia y por fin el virus. Tengo el tiempo para hablar de otros hermosos libros que llegaron a mis manos este verano. Tengo el tiempo, pero solo los voy a enumerar: Púgil de Mike Wilson (si me preguntan qué libro me llevo a una isla en este momento es Leñador de Mike Wilson), Fiskadoro de Denis Johnson (si me preguntan cuál es el escritor que más quiero en este momento y desde hace ya varios años es Denis Johnson). Me llegó también una autobiografía de Paul Bowles llamada Without Stoping. Quisiera empezar a leerla pero me va a generar demasiada ansiedad justo ahora que no podemos salir y en verdad tenemos que pararlo todo. Estos libros fueron cayendo en mis manos uno a uno. Olvidados y abandonados en hoteles; dejados como señales y mensajes cifrados que todavía no desculo.
PD: 16 de enero. Leo una novela que me recomendó David Bowie el año antes de morir. The Insult de Rupert Thomson. La tenía conmigo desde hace años y en esta caminata me llegó su tiempo. Estoy tirado bajo la sombra de un arbusto. Se escucha el agua que corre de un deshielo.
18 de enero. Estuve nervioso por un rato cuando empecé a bajar abruptamente por el bosque y contemplé la posibilidad de haber equivocado el camino. Ahora, más tranquilo miro por donde bajé y parece imposible de tan en picada que baja el sendero. Desde el filo pude ver el brazo Tristeza del lago rodeado de bosque y bosque. También vi una gran cascada junto a la que terminé subiendo al final del día.
19 de enero. En el filo apareció el Tronador en todo su esplendor, mucho más atrás el Volcán Puntiagudo.
20 de enero. Por fin llegué a la laguna Ilón. Digo por fin pero podría seguir caminando varios días más. El cielo se está poniendo rosado. Durante la tarde nadé y cuando sacaba la cabeza para respirar podía ver el glaciar que parece aquí al lado mío aunque está varios kilómetros más allá. No necesito nada.