Desde hace una semana anunciaban una tormenta, lo que nos daba tiempo suficiente para evitarla. La idea de Benedicto era salir a enfrentarla para probar el barco. Ja. Andá vos tranquilo que yo mejor me quedo. Soy más bien el que evita las tormentas. Ahora si vienen que vengan y sí para donde voy las hay, mala suerte. No hay malos o buenos vientos, hay que saber donde ubicarse. Es un mantra de la navegación creo. Y una publicidad de BMW que una vez vi en una revista. El asunto es que esa noche cuando anunciaban mucha agua y ráfagas de 50 nudos yo estaba en una cabaña frente a la bahia y Benedicto en el barco amarrado un poco más allá. Martín me escribió: ¨yo pensando que te estás jugando la vida y vos como un bacán¨. A la suerte hay que ayudarla. Cuando nos agarre la tempestad en alta mar se verá, le dije al alemán.
North West Harbour, Mont Desert Island, apenas más abajo de Canadá. Llegamos hace dos días y salimos a caminar por el Acadia National Park. Cruzamos toda la isla subiendo y bajando tres colinas rocosas y escarpadas, las laderas cubiertas por bosques de cedros y abedules. No son muy altas pero la vista saca la respiración. Islas para todos lados, hacia el continente algunos picos que se elevan solitarios y hacia el mar el horizonte infinito. El atardecer nos agarró en la segunda cumbre y desde allí vimos avanzar desde el mar la bruma que lo cubrió todo. Arriba el sol y el atardecer, abajo un colchón de nubes y más abajo, solitario y allá lejos, nuestro barco. Nos tiramos sobre las rocas a escuchar el silencio y los pájaros que al atardecer silban tonadas melancólicas. Con la última última luz escuchamos coyotes. Posta. La mañana siguiente nos despertó el sol. Bajamos por una garganta verde y profunda y subimos a la colina más alta. Se puede llegar desde el continente en auto (hay un puente que conecta la isla) y subir hasta el mirador como miles de turistas. Nosotros llegamos desde el mar y caminando. Y pasamos la noche ahí arriba. Toda la diferencia. Bajamos al pueblo del otro lado y tomamos un café en un bar con una moza de esas rubias apabullantes que hacen de malas en estudiantinas. En cinco minutos de hacer dedo nos llevaron tranquilamente a la otra punta y cuando fuimos a buscar el bote que dejamos junto a una cabaña apareció la dueña que nos la ofreció para pasar la noche (y tomar una ducha caliente y lavar la ropa). A la suerte hay que ayudarla. Preparamos unos ravioles que vienen en latas y leímos, miramos mapas, charlamos de más viajes y proyectos. Con las primeras gotas Benedicto se fue en el bote al barco. No se veía nada y solo se sentía el ruido del agua deslizarse mientras se alejaba. Me quedé un buen rato escuchando a Bonnie Prince Billy. Lentamente vi volver la bruma y llegar por fin la lluvia, el viento y mis miedos evaporarse. No fue para tanto.