La casa en la que voy a vivir durante los días que dure el festival de Rotterdam es muy linda. Hasta tiene un jardín -un tanto abandonado- con una mesa y sillas como para desayunar o almorzar. Obviamente, con el clima frío de la ciudad esas ideas quedan descartadas y uno prefiere disfrutar de la vista desde la comodidad y el calor, del interior del hogar. Pero la casa tiene un problema, y es que no queda tan cerca de las sedes del festival. La distancia con la sede principal es de unos 20 minutos caminando rápido. Lo calcule la primera vez que fui. Y si uno decide ir a las primeras funciones de prensa, hay que salir cuando todavía es de noche y apurar el paso.
Mi encuentro con el festival (es la primera vez que vengo) fue un tanto accidentado. Al buscar mi credencial de prensa me dicen que “está, pero no está”, que faltaban unos detalles y que debía esperar un rato. Nada serio. Finalmente, tras esperar un momento, me dieron la acreditación, pero mi cansancio era demasiado grande después de un día de viaje y mudanza, así que preferimos volver al hogar antes que ir al cine. Eso si, previa visita a un supermercado coreano que una rápida búsqueda por internet nos aseguraba no quedaría tan lejos. La caminata se hizo un poco larga, pero finalmente dimos con el supermercado que estaba cerrado. A unos pocos metros, también había un restaurante coreano. Entramos y fuimos un poco maltratados por la persona que nos atendió, nada grave, pero lo suficiente como para no desear quedarnos los 15 minutos que, nos aseguraba esa persona, debíamos esperar para tener una mesa. No daremos la dirección del lugar, seremos piadosos, quizás se trató simplemente de un mal día de la persona que nos atendió. El enojo pasajero nos llevo a pasar nuevamente por la puerta del supermercado, en donde vimos a una persona apagando luces y cerrando y le hicimos el típico gesto de «por favor, una solo cosa y no molestamos más», para una vez adentro, abusarnos de su misericordia y pasarnos 15 minutos buscando los ingredientes para una apetitosa cena coreana. Volvimos a casa y así, entre comida coreana, chocolates y café, se nos fue el primer día del festival.
Me enfurezco momentáneamente, pero después me doy cuenta que si estos son mis problemas, estoy siendo injusto con la vida. Antes de dormir, me tomo el trabajo de reservar todas las entradas, pero casi al finalizar, un mensaje me indica que tenía que hacer todo el trabajo de nuevo a causa de un error del sistema. Me enfurezco momentáneamente, pero después me doy cuenta que si estos son mis problemas, estoy siendo injusto con la vida. Así que me calmo y cual detective de novela negra reconstruyo mis pasos y, quizás, cambio mis planes originales. Es decir, de nuevo, nada terrible. Al otro día por la mañana, intento llegar caminando y me pierdo. Como le ocurría a Bugs Bunny en Alburquerque, en algún momento doblé mal y terminé en la otra punta de la ciudad. La película que me dirigía a ver era una argentina. Quizás el Dios de los festivales de cine me estaba diciendo algo. Acepté la señal y retomé mi camino sin quejarme y sabiendo que a las películas argentinas hay que verlas en casa.
Ya pasaron un par de días y todavía no hablamos de películas. Procedamos, entonces.
La primera que veo es La la la at rock bottom, nuevo opus de Yamashita Nobuhiro, director de Linda Linda Linda. Esta vez, sin llegar a las alturas gloriosas de aquella maravilla protagonizada por Bae Doona (la segunda coreana más linda del mundo y con quien compartimos un café en Paris y -por favor no cuenten nada- la invitamos al festival), logra una comedia triste en donde un malviviente con una «golden voice», como dice Leonard Cohen, después de salir de la cárcel y recibir una tremenda golpiza, pierde la memoria y es rescatado por una señorita, manager de una banda amateur y encargada de un tugurio mitad sala de ensayo, mitad sala de karaoke. La dama en cuestión no es otra que la bella Nikaido Fumi, una de las actrices favoritas de Sion Sono (aparece en Himizu y en Why don’t you play in hell?). Ella adoptará al amnésico protagonista (debut actoral del cantante Shibutani Subaru, estrella asiática, que estuvo presente y desató la histeria de las damas en la sala), quien rápidamente, gracias a su voz, se transformará en el cantante de la banda. El pasado, que siempre vuelve, interrumpe la particular relación de la pareja, pero un final inesperado pondrá las cosas en su lugar y terminamos todos cantando. No se trata de una gran película y tampoco aspira a serlo. Pero la gracia de sus dos protagonistas, como las canciones que interpreta la banda, hacen que se transforme una experiencia más que agradable. En La la la…, al igual que en Don’t go breaking my heart 2 de Johnnie To, la pareja protagónica nunca llega a besarse. Pienso en un nuevo género: el amor fou asordinado. Pienso, también, que estoy durmiendo poco.
Más tarde nos encontramos con un amigo brasileño que trabaja en un festival de cine y me dice que la película no le gustó nada. Que el giro que tiene, llegando al final, totalmente inverosímil, lo sacó completamente de la historia y que a partir de ahí, no pudo tomarse en serio lo que había visto. Este amigo, tiene una visión del cine totalmente opuesta a la mía, así y todo nos caemos bien. El me habla, para mi sorpresa, con admiración del cine argentino y también me nombra películas de mi país que me son desconocidas (una tal Cuentos salvajes, o algo así ¿puede ser? y me pregunta por un tal Campanella. Títulos y personajes que desconozco completamente). El brasileño me habla del guión y de lógica narrativa. Yo pienso que en unas horas voy a estar viendo Man on high heels (la última del coreano Jang Ji) cuya trama se encarga de las aventuras de un súper-policía quien desea operarse para cambiar de sexo.
Sigamos con Jang Ji entonces, pero con una de sus películas anteriores. Righteous ties (2006) es grande en serio. Jang Jin es un director exitoso y comercial. Un representante del cine mainstream y una figura muy conocida en su país (supo trabajar también para la televisión, en la versión coreana de Saturday Night Live, sí, hay una versión coreana de SNL). Righteous ties es una de gangsters melancólicos, pero también una historia de amistad y una película del género «de cárcel» (una de las fugas que planean los presos, consiste en golpearse contra el muro de la prisión hasta que este se derribe, tarea que llevan a cabo ante las miradas atónitas de los policías). Todo esto narrado con un tono humorístico, pero nunca irónico ni sobrador. Al contrario, Jang no tiene miedo al ridículo y al no hacerlo, logra lágrimas de emoción. Este humilde cronista se encontró varias veces moqueando frente a la mirada recriminadora de un duro anciano holandés quien ante las mismas escenas apenas esbozaba una sonrisa canchera. Estos momentos son dos: uno casi al final de la película, en donde los protagonistas tratan de acordarse de su feliz niñez (mientras uno muere –baleado por la policía- en brazos del otro) y no logran recordar un solo día de lluvia y el otro, en donde un condenado a muerte se escapa (hola Bresson) para ir a visitar a su mujer ¡quien también está en la cárcel! La película comienza con un poema de Robert Frost y al hacerlo se asocia con otra emotiva película de jóvenes malhechores, la olvidada Los Marginados, de un tal Francis Ford Coppola.
En estos momentos, en los cuales un productor exitoso le reclama a los críticos que se dejen emocionar (o algo así), es bueno separar la manipulación fácil de la emoción verdadera. Entre el ridículo, el absurdo y la emoción, el cine coreano (comercial) elige ir por todo.
Ahora saltemos el charco y vayamos al Japón. Fires on the plain de Shinya Tsukamoto es una salvajada. Samuel Fuller decía que todas las películas de guerra eran, al final, películas de reclutamiento. Fires… es una brutal excepción. La historia nos cuenta los padecimientos de un soldado abandonando a la buena de Dios en la más hostiles de las selvas, muerto de hambre, enfermo de los pulmones y atacado por amigos y enemigos. El guión, basado en una novela muy famosa en Japón (se consigue via Amazon), tuvo una versión anterior dirigida por Kon Ichikawa. Lo que hace Tsukamoto, repito, es brutal y salvaje. Filmada en video, cámara en mano, la imagen tiene una textura que transforma los escenarios entre hiperrealistas y paradisíacos en una forma alucinada, en su extraña belleza y falsedad, sobre todo en contraposición a las figuras humanas, que lucen grotescamente sucias, enfermas, mutiladas (o apunto de serlo) o muertas en varias estados de descomposición. Una verdadera película de horror que remite más al cine de bajo presupuesto gore de los 70 (pienso en varios nombres italianos y eso que no pienso escribir la palabra canibalismo), que al escuálido cine arty que se espera (prejuiciosamente) de los festivales. Fires… es una película incomoda, molesta, y con algunas imágenes realmente difíciles de olvidar y soportar. Una experiencia extrema, de esas que expulsan espectadores de la sala (algo que ocurría cada cinco minutos). Tal fue la impresión que nos causó la película, que suspendimos la función siguiente (As Gods Will, de Miike Takashi), para volver a nuestro hogar y limpiarnos la sangre, el sudor y las lágrimas que nos había dejado la película. Tsukamoto nos dio una paliza, de esas que es difícil recuperarse. El cine (y nosotros, los espectadores) ya no estamos preparados para estas cosas. ¿Gracias,Tsukamoto?
Desde Japón también llega una pequeña gran película: sound of a million insects, light of a thousand stars (en minúsculas en el original). El director Tomonari Nishikawa se toma solo dos minutos para realizar una de los trabajos más potentes presentados aquí. El cortometraje consiste en poco más de minuto y medio de material fílmico intervenido, ya saben, rayaduras, manchas, sonidos extraños, etc., pero el finalizar las imágenes, una placa (letras blancas sobre fondo negro) nos explica lo siguiente:
Esta es una copia en vídeo de 100 pies de 35mm negativo, que fue enterrado bajo unas hojas caídas al lado de un camino rural, a unos 25 kilómetros de la central nuclear de Fukushima Dalichi, desde la puesta de sol del 24 de junio 2014, a la salida del sol del día siguiente.
Esta zona ha sido descontaminada mediante la eliminación de la superficie del suelo. El gobierno japonés dice que es seguro para las personas regresar a sus hogares en esta área.
En menos de 120 segundos, Tomonari Nishikawa logra un impacto similar al de su colega Tsukamoto y nos deja sin palabras.
En un día -al menos en mis falsos recuerdos- dedicado al cine asiático, puedo decir que es mucho lo que tienen todavía para ofrecer estas cinematografías al espectador occidental. Demasiado.
Antes de volver a nuestro hogar, pasamos por la recepción peruano-gallega a la cual nos invitó el amigo Fernando Vílchez Rodríguez, quien nos recibe con mucho cariño y regalos. Además nos encontramos con Ben Rivers, exultante después de haber ganado uno de los premios a los cortometrajes con su película Things (sí, la dimos antes en la sección Estados Alterados del Mardelfest), Eloy Enciso, la productora Constanza Sanz Palacio, Sandro de la distribuidora Figa, el director de Los Hongos, Oscar Ruiz Navia y la directora peruana Joanna Lombardi (presenta aquí su película Solos), quien resulta ser la hija de Francisco Lombardi. Entre piscos sours y empanadas dulces, nos retiramos (nos escapamos, mejor dicho) y volvemos a nuestro hogar en donde nos espera un plato de pastas y un poco de tranquilidad luego de una jornada llena de alegrías y películas tremendas. Una manera serena de terminar la noche, después de tantos sobresaltos cinematográficos, y prepararnos para la siguiente jornada.
Hasta la próxima.
Marcelo Alderete
Fotos: Luna
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