Alguna vez el artista Harry Mathews escribió un libro imponiéndose la consigna (obligación) de, al menos, redactar 20 líneas de texto por día. Cualquier tipo de anotación, comentario o idea banal. La excusa era mantenerse escribiendo para, justamente, no perder el placer de escribir. O algo por el estilo. El libro en cuestión lleva el título de «20 líneas por día» y se consigue en mi lejano país gracias a la editorial Mansalva. Y claro que vale la pena leerlo.
El festival de Cannes se jacta de la cantidad de periodistas que acredita anualmente. Cifra que año tras año, como todas las cosas malas, sigue aumentando. Es impresionante asistir a las salas de prensa del festival y verlas abarrotadas de críticos y periodistas. Uno se pregunta quién será el consumidor de todas esas opiniones, críticas y textos varios. Cuántos de ellos serán de valor y cuántas una simple necesidad del festival de generar publicidad alrededor del mundo. El sistema se acreditaciones, tiránico como todo lo que ocurre aquí, no discrimina sobre el valor de lo escrito sino sobre la cantidad. Un crítico o periodista que publique material diariamente (y lo pueda demostrar, claro) logrará una mejor acreditación que aquel que solo escriba un par de notas. La calidad, repito, queda en un segundo lugar. Es el juego que plantea Cannes quizás de manera más brutal que otros festivales. Pero por acá todo es así. Quejarse demasiado, y sobretodo siendo parte de esto, suena a gesto infantil. A una forma adolescente de tratar de diferenciarse del resto de la masa. Soy parte de esta cosa (¿de qué otra manera describirlo?) que genera Cannes. Escribo esto asándome bajo el sol, con un pañuelo como sombrero mientras espero que comience la película de un director que no me gusta. Todo esto por el placer que genera ser uno de los primeros en emitir una opinión sobre la película en cuestión. Así de simple y así de tonto.
La idea detrás de estos textos, que trataré de publicar diariamente, es justamente ser parte de lo que mencionaba antes. Ser uno de los proveedores que alimentan al monstruo cannino. Una bestia sedienta de palabras. De halagos o de lo que sea. En ese «lo que sea» se desarrollaran estos textos. Abandonen aquí toda esperanza aquellos que busquen críticas rigurosas e información fidedigna. Aquí trataremos (trataré) de hablar de otra cosa. Todavía no sé de qué exactamente, pero me dejaré guiar por el espíritu del citado Harry Mathews y de escribir, al menos, 20 líneas por día. De corrido y sin mirar hacia atrás. Cannes no lo permite. Espero no pasar papelones y lograr, aunque sea mínimamente, dar cuenta de algunos aspectos y (malas) costumbres de este festival. Pero basta de aclaraciones, justificaciones y demás gestos de cobardía. Vayamos de una vez a las películas.
Veo la elegida como apertura en la segunda función de prensa en una sala sorprendentemente vacía. A partir de la proyección matinal ya habían empezado a circular los rumores de que, en el mejor de los casos, no se trataba de la mejor obra de su autor. Dos años atrás, Arnaud Desplechin había sido rechazado de la sección oficial con una película que supera en mucho a «Les fantômes d’Ismaël». Lo que ocurre con «Les fantomes…» es que una vez más se vuelve a dar el «síndrome de la mayonesa baziniana», es decir: los ingredientes son los mismos de siempre, también los métodos de preparación y la receta, pero sin embargo, los resultados no son los esperados. Todo aquello que ya se había transformado en marcas de su realizador, aquí vuelven a estar, pero nada parece funcionar (disculpas por el término), algo que hace que queden a la vista los peores defectos del cine de Desplechin. Ese vértigo narrativo de «Reyes y reina», aquí aparece de una manera forzada y casi inexplicable. Las secuencias protagonizadas por el bello Louis Garrel parecen sacadas de otra película, inclusive más mala que la película principal. La escena de baile de Marion Cotillard con Bob Dylan de fondo (aparece en el trailer), pensada para ser uno de esos momentos un poco disparatados pero emocionantes, se siente también como algo forzado y esquemático. Aún así, los (bellos) actores, son los que rescatan algo de todo el asunto. Una pequeña digresión. Suelo hablar con ironía de los actores en el cine, pero es un tema al que le dedico bastante de mi tiempo como espectador. Cada vez estoy más convencido que sólo deberían existir dos métodos de actuación, uno sería el modelo bressoniano, el actor como un objeto con el mismo valor que la mesa que aparece en escena y otro que podríamos denominar, en honor a su inspirador: «el método Nicolas Cage», un estilo que consistiría en hacer cualquier cosa a un volumen y registro siempre alto y notorio, más allá de lo que el sentido (común) de la escena requiera. Basta de actuaciones que traten de recrear un naturalismo que sólo existe en los programas malos de ficciones televisivas. Es decir, que todo ocurra muy abajo, o muy arriba, sin nada en el medio. Género o vanguardia. (Este término me suena de otro lado, pero me parece muy útil como resumen de lo que propongo). Con esto quiero decir que Mathieu Amalric cada vez se está transformando más en una especie de Nicolas Cage francés del cine arty. Y esto no es una crítica, sino todo lo contrario.
El mal comienzo continuó con la primera película de la competencia oficial: Loveless, del ruso Andrey Zvyagintsev, un autor al que le gusta repartir culpas y explicarnos cuáles son los males del mundo, mientras utiliza la (probable), muerte de un niño como mecánica para crear suspenso, con bellísimas imágenes de una Rusia nevada y espectral. Estamos en el 2017 y hay directores que siguen pensando que el cine es una herramienta para castigar a los personajes y a los espectadores. A la sombra del ruso, los pavotes y bellos protagonistas de Desplechin no parecen tan malos. Después de todo, para algo sirven las películas malas. Volveremos sobre el ruso malvado en la próxima entrega.
Continuará.