Le dije a Martín que a mí me había pasado lo mismo. El otro día yo también me levanté de mal humor pero a la noche tuve un encuentro con un jabalí y se me pasó. Ese es mi consejo; un encuentro con un animal salvaje te reordena la vida. En verdad fueron dos noches consecutivas en el bosque y en la primera estuvieron las arañas. Ese día lo empecé en la bruma de unas montañas y lo terminé en la cima de otras pero sin nubes y con una gran vista al borde de un bosque encantado. Fue un regalo al final del día. Ví el atardecer entre los árboles con la luz que se filtraba iluminando rincones aquí y allá. Cuando llegué al paso más alto me desvié por un camino que atravesaba el bosque y después de unos pocos kilómetros salía a una pradera con un gran panorama. Acá me quedo. Como soy el peor campamentista del mundo tenía toda clase de entretenimiento (películas, libros – electrónico y en papel por las dudas – música) pero nada de comida. Esa noche cené agua con gas. Es un chiste y no lo es. Agua pura y simple hubiera sido una tristeza; agua con gas era algo. El ayuno contribuyó ahora que lo pienso. Al mal humor. Había almorzado bien peró, en un hotel con un ventanal que se caía al valle, realmente algo. Ese fue mi primer intento para cambiar el ánimo, comer. Ahora que lo pienso no comer fue el segundo. Entre las cosas que más me gustan están los paradores en la ruta. Pueden ser lugares desolados, cruces de caminos o boliches con vistas como este. Eso fue un poco después del mediodía. Me faltaba cruzar Brezno y comenzar inesperadamente a subir otra vez hasta que llegué a donde hice el campamento. La última moda es viajar ligero, sin carpa y dormir bajo el cielo nomás. En fin. Me acomodé bajó un pino y cuando llegó definitivamente la noche me puse a leer en la notebook. Al poco tiempo saltó a la pantalla una araña. Epa. No era de las más amenazantes, tenía patas muy largas y finas como esas arañas acuáticas, el cuerpo pequeño. Así que esperé un poco y la aparte con una zapatilla. Pero apareció otra, y otra y otra y mi budismo se fue al carajo y empecé a aplastarlas de a una y con dedicación. Estaba tan cómodo. Pero las arañas no paraban de salir y aunque no picaban no soy de fierro. Me tuve que ir del soto bosque (je!) y acomodarme en el claro directo bajo el cielo y el rocío. Fue toda una vista la montonera de arañas. Cine clase B en vivo y directo. Pasó el susto y me dormí ahí nomás. Por suerte no fueron vengativas y las que quedaron vivas no salieron al claro a buscarme. Me desperté de muy buen humor y sabiendo qué me había pasado, de dónde me había venido ese malhumor indefinido y que me acompañó buena parte del día anterior. Era lunes y mi cuerpo lo sabía. Bajé hasta un pueblo y en un pub me tomé un café. Cuatro hombres se clavaban la cerveza matinal. Los interiores de estos establecimientos son como las cuevas donde hibernan los osos. Volví a subir y a bajar y cuando me quise dar cuenta estaba en Hungría. Título para el suplemento de viajes: Cruce de los Cárpatos Blancos y descenso a las llanuras magiares.
No hay pampa como la pampa y las llanuras europeas no son tan planas y suben y bajan y están rodeadas de bosques bajos pero muy tupidos. Otro hermoso atardecer. Pasando un pueblo y después de una subida me metí hacia un bosque frondoso y encontré un rincón junto a una especie de pastizal. Había casas viejas desperdigadas que parecían deshabitadas. La verdad que no sabía si estaba en propiedad privada o no y ya no estaba en Eslovaquia sino en Hungría lo que me intranquilizaba un poco. No pasa que me acostumbro a no entender un idioma que me tengo que acostumbrar a no entender otro. Con los eslovacos todo bien, pero los húngaros tienen fama de mal encarados y apalear inmigrantes. Se vino la noche y los grillos. Mis días de ayuno habían quedado atrás así que me puse a comer mi chorizo colorado y mientras lo hacía plácidamente escuché una bestia ahí nomás entre los pastos amarillos. Lo primero que pensé es que era un rotweiller de una finca vecina que habían soltado para que venga a comerme. Pensé eso porque era algo grande y que bufaba mal. Pero no era un perro. Tampoco un oso. Jabalí. Si. La noche era clara y me permitía ver y adivinar sombras. El bufido que ahora reconocí de otros encuentros cambiaba de posición como si me estuviera asustando a propósito. Otra película de terror de bajo presupuesto. Agarré un palo y mi facón tramontina que compré en Paraguay (true story). Las dos cosas. Agarré el cuchillo como otros llevan alplax en la cartera aunque no lo toman nunca ni lo saben usar. Pero los hace sentir seguros. Me acordé de un paisano en San Luis en una de mis primeras salidas que me contó una vez que al jabalí hay que darle entre la 6ta y 7ma costilla. Siempre cuento esa conversación porque fue verdadera y porque el paisano pensaba que era una información que podía serme útil. Me llegó la oportunidad de utilizar ese conocimiento. Pero tal vez me fallaba la memoria y era entre la 5ta y la 6ta costilla. Dudé. En Iberá otra vez, bastantes años después, me corrió un chancho salvaje. Y otra vez vi alejarse un jabalí mientras yo andaba a caballo con Ceferino. Me quedé quieto junto a un arbolito escuchando los bufidos por fin alejarse (antes de ir y volver unas cuantas veces y hacerme reír de los nervios). Moví el campamento a la galería de una de las casas cercanas y ahí dormí. Fue con suerte porque en la madrugada cayó un poco de lluvia. Me levanté renovado y lleno de energía. Bajé al Danubio y por la tarde estaba en Budapest.