Una de mis favoritas, o quizás mi favorita del festival. Como toda película con una cierta dimensión provocadora, es susceptible de ser tildada como mero gesto. No me parece el caso.
La historia es tan cotidiana como poco tratada en el cine. Un grupo de niños y adolescentes negros e inmigrantes emprenden un largo y trabajado acoso mental sobre unos niños rubios y suecos de clase media que encuentran en un shopping. Östlund logra transmitir la distancia frente al Otro y el terror que genera de una manera perturbadora e incómoda y lo construye justamente a partir de la distancia, con el fuera de campo y el cambio de escenario como aliados. En una de las primeras escenas, cuando el approach es más que nada un tanteo, los inmigrantes y los rubios entran a un local de deportes. La cámara se concentra todo el tiempo en los rubios, pero la verdadera presencia la tienen los inmigrantes, como fuerza invasora, como amenaza, como emergencia molesta. Mientras los rubiecitos balbucean y tratan de hacer de cuenta que está todo bien, escuchamos los ruidos, los juegos, los gritos, los silbidos lascivos a la vendedora, las risas y los balonazos arrojados “sin querer” de los otros. Es la fiesta del monstruo, aunque no la veamos, y quien no se reconozca a sí mismo allí, por haber estado en alguna situación similar a la de los niños bien, miente tanto como Clarín. El miedo se acrecienta cuando son llevados de a poco a la periferia, a los descampados, sin coacción porque no hace falta; el terror al salvajismo es más fuerte que cualquier agarrada de campera. Así, lejos del amparo del Estado y de los padres, que a veces vienen a ser lo mismo, los rubios empiezan a resignarse, suplicando para que les saquen todas sus pertenencias pero los dejen volver a su protegido mundo de despreocupado consumo.
Además de ser una gran película de suspenso y violencia latente, Play parece querer sacudir, con esta incomodidad cinematográfica, un poco al progresismo escandinavo que vive en un cuento de hadas, en un universo perfecto y homeostático, en el que todo está en armonía y en el que los inmigrantes son cándidos alces circulando por la pradera, sólo perturbados de vez en cuando por algún que otro neonazi, y no seres humanos con miserias y debilidades como todos, pero con mayores carencias.
Play es, además y por momentos, una muy buena comedia. No sólo por las humoradas y bromas pesadas de los pequeños inmigrantes, sino también por la construcción de los adultos, especialmente de los funcionarios públicos y la gente buena onda de a pie, dueños de una absurda e irritante ceguera y pensamiento automático.
Otra cosa positiva es que no hay en Play un contexto miserabilista ni nada que le permita a nuestro progre interno encontrar un anclaje tranquilizador. No hay imágenes de los chicos siendo golpeados o sufriendo carencias importantes que expliquen que no sean los santitos solidarios que todos queremos. Acá no vino Ken Loach. Play expone contradicciones, y no lo hace allá afuera, en la alta burguesía o en el fascismo, o en algún enemigo común que todos podamos repudiar, sino acá mismo, en nuestras buenas y simplonas intenciones progresistas.
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