El valle de las sombras

Escuchar una conversación en otro idioma es un poco como estar drogado. Se entra y se sale, la comprensión llega con retardo, las palabras flotan sueltas en el aire y el sentido parece ser una sustancia viscosa que puede tocarse. Bueno, estaba un poco drogado cuando pensé eso. Estábamos alrededor del fuego y los alemanes no paraban de hablar. Pensaba (deseaba) que faltaba poco, que en cualquier momento se les iban a acabar las palabras. No podía ser que hubiera tantas palabras en alemán. Habíamos comido un pescado asado sobre una piedra. En ese estado comprendí también ciertas cosas sobre la psiquiatría, Lacan y la paranoia. El paranoico es Lacan. La noche era muy clara, tan clara como muchas noches pampeanas. En ese estado pensé que el cielo de Groenlandia podía parecerse al cielo de Ituzaingó. Esa claridad de un sol que no termina de irse, el cielo no se pone negro, llega a un azul intenso para después ponerse colorado, naranja, celeste y otra vez el día. Me despertaron unas ovejas. La última tarde Benedicto me contestó mal creo (ya olvidé) y yo empecé a caminar rápido y en un momento éramos dos de un lado y dos del otro, en el medio un río y un barranco profundo, más abajo un lago. Sonreí. La psicología básica de la montaña. Los caminos se juntaron allá abajo. Los senderos que se bifurcan volvieron a reunirse y reunirnos. Comimos nuestras últimas latas y nos zambullimos. Plaffff. Un agua transparente y helada. Siempre es como un bautismo. Atravesar el frío para una vida nueva. Unos días atrás llegamos a Narsaq después de navegar entre fiordos increíbles y montes solitarios. Anclamos en una bahía tranquila y cruzamos un canal con el bote hasta la base de una montaña cónica como la que dibujan los chicos. Y subimos. Eran unos mil metros de altura pero directo desde el mar lo que la hacía más alta. Allá abajo minúsculo el barco y en la playa, ya adivinando, el bote. Desde arriba la línea curva del horizonte. Mi idea de Groenlandia era la de una masa sin fin de hielo. Todavía faltaba para eso pero la vimos a unos kilómetros desde la cumbre. Días después las últimas ballenas y la vuelta de una semana caminando por la tierra de John Dahl. Un nombre enigmático. Glaciares gigantescos y más montañas y valles. Hicimos dos cumbres y ahora sí, el hielo que eriza la piel. Los restos de otro planeta y una vida antigua. La última cumbre que hicimos estaba justo detrás del hielo. Cuando llegamos a su base el cielo había comenzado a nublarse un poco. Estábamos en un valle estrecho y no podíamos ver qué venía. Se levantó una brisa y armamos las carpas esperando lluvia. Siempre se espera lo peor. Florian decidió quedarse y nosotros subimos algo inquietos. Pero apenas tuvimos perspectiva vimos que eran solo unas nubes solitarias y que nuestra suerte de buen tiempo continuaba. Vimos también el momento exacto en que la sombra llegaba sobre las carpas y con el sol que se iba el frío. Pero nosotros veíamos el espectáculo desde arriba como pequeños dioses. La noche había llegado para Florian. Vivimos de continuo en un valle estrecho pensando que esas nubes solitarias son tormenta y frío. La vista desde la cumbre superó lo que esperábamos. Vimos el nacimiento de todos los glaciares y vimos el movimiento del hielo como un río suspendido. La naturaleza drogada y exuberante. Un silencio con palabras flotantes y la alegría.

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