Después de andar toda la mañana llegué al cruce con el asfalto. Cuando se anda por lugares remotos se espera el cruce como un gran acontecimiento. Pero no había nada. Una ruta flamante de un solo carril completamente desierta. De golpe apareció una camioneta con dos personas en la caja que se detuvo y desde dónde me preguntaron a donde iba. Me indicaron un camino de tierra que aparecía un par de kilómetros más adelante («allá donde empieza la sombra») y me señalaron al pie de los cerros, lejos y cerca a la vez, unas casas que eran un pueblo. Hacía allí debía ir. Luego se despidieron y doblaron tomando el camino polvoriento por donde yo venía. Una escena a lo Lynch de lo más normal. No había cruzado un auto en toda la mañana y ninguno el día anterior. Me había cruzado sí un par de lugareños en unas motos viejas. Siempre muy abrigados, cubiertos con pasamontañas pero siempre utilizando esas sandalias de hule que dejan los pies descubiertos al frío. El primero fue el señor Eleuterio. Me invitó un té de eucaliptos con torta que tomé al sol de la mañana mientras su esposa soltaba las alpacas del corral. Le señalé la montaña nevada y le dije que era hermosa, que todo el lugar era una especie de paraíso. En verdad eso no le dije. Es mi cerro dijo de inmediato. Cuando quiera vamos. La tarde anterior después de un día largo y luego de una subida de unos kilómetros que dividía el valle en dos había llegado a este otro lado. Venía andando con la lluvia a mis espaldas y cuando llegué aquí me encontré con ese regalo que llega siempre al final del día. Un río bajaba serpenteando entre el verde, la laguna de Vilacota allá en el fondo solitaria y un cerro nevado que dominaba todo el paisaje y brillaba con los últimos rayos del atardecer. Es acá. Había un puente que cruza el río y del otro lado unas casas con un gran corral donde una señora terminaba de acomodar los animales. Dejé la bicicleta y me acerqué para charlar y avisar que iba a acampar junto al río. Le dije entonces a la señora Norma vestida con todas las mantas que se ven en los mercados de la puna encima que este lugar era especial y hermoso. Me miró asombrada poniendo un gesto casi de terror y me dijo que acá hace mucho frío. Agregó que me iba a helar ahí junto al río. ¿No tiene miedo? me preguntó. ¿De qué? De que se lo lleve el alma. Me tocará le dije y mi respuesta le dio risa.

Dos días después estaba junto al mar. A diez kilómetros de la frontera con Chile paré junto a un santuario en el desierto de la costa. Estaba agotado. Es ese momento cuando ya no hay más energía. No es cansancio, simplemente no hay más combustible. Había salido a las seis de la mañana de Alto Perú a 4200 metros de altura. El pueblo brillaba con la luz del este. Vacío pero mucho más amigable que la noche anterior. Subí hasta el paso a casi 5000 rodeado de volcanes y cerros nevados y de allí una bajada ininterrumpida de 100 kilómetros. De un mundo a otro. Junto al santuario comencé a pelarme unas zanahorias que había traído desde Muylaque. Una zanahorias diminutas, zanahorias cherry digamos. Cuando las había encontrado en el almacén de ese pueblo perdido me llenaron de alegría y ahora me hacían sonreír otra vez. Había un tráfico fluido hacia la frontera, después de todo es el cruce principal (en verdad el único) entre los dos países. Las diminutas manzanas de Quinistaquillas, las zanahorias de Muylaque. Se come lo que se encuentra y cuando hay algo fresco y diferente al maíz y la papa, rico y fácil de llevar, es una alegría. Pero habían viajado mucho las tres zanahorias. Subido y bajado montañas, cruzado pampas y ríos. Ahora era lo único que me quedaba y ahí estaba yo contento pelándolas con mi cuchillito francés que me regaló Brigitte. Santiago, me dijo, esto es un regalo pero es también un arma, tratalo con cuidado. La vida secreta de los objetos.
La señora Norma me vino a saludar la mañana siguiente seguida por sus dos perros y aunque protestó otra vez por el frío estaba de mejor humor.

En el hostal de Putre me quedé un día más y un día más. La segunda noche anunciaban una lluvia de estrellas y cometas en en el cielo. Salimos a caminar por el pueblo desierto. Curiosamente todos los almacenes, que son varios, estaban abiertos. Es la hora del copete. Nuestros pasos retumbaban en la noche sin autos. Íbamos Valentina, Camilo y yo. Fuimos a un bar que estaba con la puerta cerrada aunque se veía luz en el interior. Nos abrieron. Estaba el guardaparque que había visto el otro día y otro más con pinta más de intelectual, biólogo, geólogo, quizás ambos. Amables nos invitaron a pasar. La noche era relativamente cálida. La luna llena que siempre esperamos esta vez complicaba las cosas. Había que esperar a que se retirara al fin de la noche, casi con el amanecer. Un rato antes los tres nos habíamos quedado en el living escuchando música después que uno a uno el resto de los huéspedes se fueron retirando. La noche anterior fuimos eligiendo una canción por turno. Esta vez quedé como Dj exclusivo. Una de las últimas canciones justamente fue La luna asesina por Echo & The Bunnymen. Hay un plan para hoy de ir a esperar los cometas en las termas a unos cinco kilómetros de aquí. Me escribió Ben un poco triste. No saldremos con el barco este año. No llegaremos al círculo polar por ahora. No había sido mi plan inicial pero era una invitación a la que no podía decir que no. Ahora se abren muchas otras posibilidades. No sé. Anoche, ya oscuro, no tarde por la hora pero sí por el silencio y el frío que mete a las personas en las casas cuando se va el sol, llegó otro ciclista. Muerto de cansancio, invadiendo el espacio, grandote. Era de Turquía y hoy por la mañana ya repuesto me contó que hace 7 años que está de viaje. Su bicicleta, también enorme, ya se confunde con su personalidad. Hecha a su gusto y con muchos accesorios propios de alguien que sabe lo que necesita para atravesar lugares diversos. Valentina estuvo mostrándome su diario de viaje hecho de dibujos y anotaciones en varios idiomas. Chino, francés, inglés y español. Muy delicado como ella. Parece salida de una película de Tsai Ming Liang. Pura fragilidad y sorpresa por el mundo. El turco es una fuerza de la naturaleza, un poco como Mariano, arremetiendo contra las montañas y los caminos. En un momento miró mi bicicleta, miró mis frenos y dijo: son muy buenos, lástima que se congelan a -40 grados. No sirven para cruzar Rusia en invierno.

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