Me quedé dormido con el libro en la mano. Lo diferente a otras veces es que me quedé con la mano extendida y cuando volví a abrir los ojos el libro estaba ahí a la altura de mi vista. Exhausto, muerto, molido. Después de bastante esfuerzo había llegado a un centro de esquí comunista. Entré primero a Eslovaquia desde República Checa por un camino de tierra que me costó bastante. La noche anterior dormí en un bosque a las afueras de un pueblo. Estaba en una cresta desde donde se podían ver dos valles. Cuando llegué a la frontera invisible entre los dos países encontré un mojón herrumbrado que decía algo sobre la guerra, solamente entendía el año, 1944. Un camino angosto y empinado hasta aquí arriba y después bajé a la ruta, un centro poblado y una panadería. Por fin llegué a las montañas pensé. Hasta aquí había andado por sierras que pueden ser más bajas pero no menos complicadas. Sierras que parecen no terminarse, llenas de valles profundos, bosques de cuentos y pueblos que aparecen y desaparecen a la vista y que parecen para la postal. Antes de que se inventaran las postales. O quizás fue al revés. Pareciera que las iglesias se levantaban para ser vistas desde lejos. Alrededor las casitas. En un momento me puse un poco claustrofóbico. Se sube, se baja, se sube otra vez de manera brutal y la gran vista no aparece. Bosque y más bosque. Crucé un ciervo que huyó saltando como un antílope. La vista llegó eventualmente. Llegué empujando la bicicleta a un paso desde donde se veía un valle muy grande repleto de centros de esquí. Centros de esquí con cabañas de techos a dos aguas no como este donde estoy ahora. En las pistas pastaban ovejas. Entonces pude ver la montaña más alta y un río que bajaba y entendí un poco el paisaje. Salí siguiendo ese río y por fin un camino que iba a algún lado y que me sacó del laberinto. Una vez comí antílope. El edificio donde estoy ahora es un armatoste rectangular de tres pisos con pasillos largos y vacíos. El frente lo cubrieron con una gigantografía que pretende esconderlo. Pero es imposible esconderlo. No se puede como tampoco se puede esconder la gigante torre de tele comunicaciones que parece una torre de control muy alta para alguna otra guerra pasada o por venir. Hay hoteles nuevos aquí y allá y las montañas. Paredes de roca, valles, lagos en la altura y el bosque que parece a punto de caerse de los riscos. Hay osos y lobos dicen. Que no voy a ver como tampoco voy a ver la guerra en Ucrania a donde pensaba ir pero no. Todavía no sé que el vuelo que me va a llevar de vuelta a casa hará una escala en Kiev. Todavía no se que voy a llegar a Estambul eventualmente. Todavía estoy entre desviarme a Nápoles vía Albania o continuar hasta Turquía y ver Asia por primera vez. Este viaje incluye todos los lugares que visito y también a los que no voy pero contemplé ir, el viaje siempre incluye los planes que se convierten en otra cosa. Estas montañas donde estoy pertenecen a Los Cárpatos y continúan en Ucrania y Rumania. Los Tatras. Aquí de un lado Eslovaquia y del otro Polonia. Me di cuenta que necesitaría por lo menos un año para recorrer los Cárpatos por la cresta así que desistí de pasar por Ucrania donde dicen que hay guerra. El tiempo – que me falta- me desvía a Budapest y Belgrado siguiendo el río Danubio. El tiempo que se alarga y acorta. Con el mar era más fácil porque el mar respira a su antojo. No se lo puede apurar ni detener, solo seguirlo. El libro que estoy leyendo me está poniendo nervioso. The Believing Brain. Pensé que me iba a gustar. Dice que mucha de las cosas que me pasan en la naturaleza solo son cambios en la sinapsis del cerebro, palabras más palabras menos. No dice que nuestros estados se correlacionan de esa manera con el allá afuera. No, no hay allá afuera. Como si los cerebros no hubieran co-evolucionado con el medio. Ahora todo es el cerebro. Antes el cerebro no existía. Trabajé en un Hospital y con el guitarrista de los Telépatas organizamos un curso para residentes titulado: El cerebro también existe. Ahora nos pasamos al otro lado y el cerebro explica todo: el adentro, el afuera y la relación. Llegaron las últimas canciones de Bon Iver. A la tarde enfilé para el High Tatras despacio. Dejé el valle bien amplio y a medida que subía veía el Low Tatras a mis espaldas cuando hacía una curva. Las capas de cimas azules a esa hora del día como el último regalo. De tan cansado me podía ya ver tirado en la cama inmóvil como se debe ver a sí mismo un catatónico (cf Emil Kraepelin, Manual de la Demencia Precoz). Lo difícil de explicar es porque ciertas realidades transforman el cerebro, lo sacuden y lo sacan de letargo. Como otras hacen lo contrario. Como no hablo con mucha gente si encuentro alguno continúo la conversación que vengo teniendo conmigo mismo. El autor este del Cerebro Creyente me enervó.

Al mediodía había pasado por un lago con gente en vacaciones. Los chapuzones y la chicas tomando sol. Una radio pasaba Coldplay. Los locutores de radio en el idioma que sea son iguales. Intragables. Ahí el nombre de otro programa.
A la noche en mi habitación comunista me sumergí en el cansancio. La mañana siguiente me levanté temprano para ganarle al clima y tratar de hacer cumbre. Pero una gran nube llegó desde el Este, se estacionó en la cima y no se fue en el día entero. Empezó la lluvia y me agarro a mitad de camino. Nadie que explique mejor ese sentimiento de tener que bajar que Tom Hanks en Apollo 4 cuando dice: Nos perdimos la luna. Bajé a un lago donde había un parador. Los montañistas de acá se clavaban una cerveza a las nueve de la mañana. Yo me pedí un café como si estuviera en Boedo y San Juan. Le hice el gesto de un cortado y me trajeron un aguardiente. Hoy descanso me dije tratando de justificarme por no seguir caminando bajo la lluvia. La montaña me pide descanso. La montaña es como la voz del pueblo para los progres. Le hacemos decir lo que se nos antoja. Hoy la montaña me mandó a descansar. Claro. ¿Qué recuerdo de la travesía en el velero a esta altura? El frío constante. Me quedé otra noche y vi en la soledad del hotel enorme otra película que olvidé. Una noche más en los Cárpatos. Amaneció totalmente despejado y esta vez completé todo el camino. No es un macizo muy alto, 2700 metros, pero las paredes de granito son majestuosas y dan una sensación de estar en la cima de los Alpes, en algún tejado del mundo. Toda la primera parte fue por un bosque y después de un lago de altura ya sobre unos senderos rocosos. Llegué primero al refugio pero seguí de largo porque aunque el tiempo era bueno se podían ver nubes lejanas. Sin mucha dificultad llegué a la cumbre y a una vista imponente. El cielo y las nubes se reflejaban en el lago allá abajo como un espejo.

Pasamos el día en la montaña. A la noche tirado en la cama sentía ese mareo de alta mar. Sentía que seguía deslizándome sobre la nieve. La última vez que había esquiado fue en Ushuaia un octubre que supuestamente fui a caminar con un grupo de Nueva Zelanda pero todavía había nieve y terminé a la tarde en el cerro Castor. Los kiwis eran muy graciosos y simpáticos. En el aeropuerto cuando se despedían me regalaron una campera de plumas que es mi mejor prenda. Uno de ellos se la sacó y me la dio. ¨La vas a necesitar si te vas a la Antártida¨ me dijo. Nunca voy a tener frío otra vez. Ya olvidé los nombres pero recuerdo la alegría. Me invitaron a sus casas también. Me ofrecieron una cabaña y un coche para cuando quiera ir. Ya fue muchos años atrás pero siempre pienso que me están esperando. Es como una realidad paralela en la que llegó a una casa en las montañas en Nueva Zelanda y continuó con otra vida. Como si hubiera continuado el año pasado por los Cárpatos en vez de bajar al Danubio. En verdad los Cárpatos hacen un arco y los volví a encontrar en la frontera entre Serbia y Rumania en un lugar increíble y peronista llamado La Puerta de Hierro. Mi vida se desdobla y después se acomoda.
En lugar de una cabaña en el otro lado del mundo terminé en otra en la Patagonia. Fueron dos días de sol, sin viento y con mucha nieve acumulada después del último temporal. Una semana perfecta; el día que se impone a cualquier estado de ánimo. Esa es la utopía. El mundo que pareciera no dar chances de ir contra él, aire frío que vivifica, una bandada de bandurrias, la nieve brillando. Caminamos hasta la ruta y nos pasó a buscar una camioneta que nos llevó hasta la base del centro. Apenas se baja de la primera silla la vista es espectacular. El lago que se despliega en todas direcciones, cimas nevadas hacia donde se mire. Ni una nube a la vista.

En algún momento me encontré solo entre los árboles. Hay una pista llamada el tren fantasma y otra simplemente del bosque. La nieve era más dura que en las otras pistas por donde pasa la máquina. Pero están los árboles y la nieve acumulada de cualquier modo. Y el silencio. Ya me acostumbré de algún modo a estos árboles gigantes como edificios de quince pisos. En un solo árbol de estos se tiene la impresión que cabe la naturaleza entera. No llego a hablarles como algunos amigos que tengo pero me inspiran respeto. Mucho. En la quinta de Leloir yo mismo ayudé a plantar unos cuantos árboles que ahora ya dan sombra. Hubo un pino del que me sentía orgulloso y fue arrancado por una tormenta. Todavía tengo la imagen vívida de desolación cuando lo vi. Era el más alto de todos cuando lo transplantamos con Don Ramos y Alfredo pero justamente esa su debilidad. Fue transplantado demasiado grande y sus raíces no llegaron a afianzarse y sostenerlo. El espectáculo de estas moles solitarias siempre me impacta. Las mejores escenas de GOT de esta temporada ocurren al pie de un roble gigante mientras caen copos de nieve dispersos movidos por una brisa. Algún día llegaré a Japón y lloraré frente un cerezo en flor.
La dejé a New Mayra sola y me fui con un personaje que encontré y al que me aferré para encarar una pista difícil de donde lo había visto salir. Una vista hermosa que da miedo. Da vértigo pero a su vez la nieve estaba tan blanda que daba la impresión que se podía volar y aterrizar sobre ella sin problema. Pero el vértigo persiste y el asunto es que sigo con miedo a volar. Me mandé así y todo. Había que hacer una pequeña travesía y después encarar la pendiente. El pibe salió rápido y en dos minutos estaba abajo. Yo me quedé paralizado hasta que me tiré como pisando huevos y esquivando charcos. La pendiente cedió y después fue todo placer. Estoy vivo. Siempre termino en eso. Volvimos a subir la aerosilla y llegar a la cumbre pero enfilamos esta vez hacia las pistas más accesibles. Me olvidé de New Mayra y cuando la encontré estaba llena de tristeza y bronca. La había abandonado. Todos somos el niño que teme que la madre no regrese, que el sol no vuelva a salir, que el manzano ya no de fruta. También había desaparecido por un tiempo es un hecho. No mucho, casi nada, los minutos vuelan en la montaña. Yo sabía que se iba a enojar. En verdad cuando lo pensé ya había sucedido. No es tanto que pienso en mí como en el devenir de las cosas. Había encontrado a un norteamericano instructor de esquí y viajero con el que podía meterme por lugares donde no me animaba solo. Era Napoleón representando el Zeitgeist como quería Hegel. No podía decirle ahora debo ir a buscar a New Mayra. New Mayra sabe sobre el devenir de las cosas, se le va a pasar pensé.

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