El final del día me dejó más que sobresaltado. Parecía una película. De golpe escuchaba la voz de Darcy como un mantra: la policía acá es muy corrupta y es capaz de cualquier cosa. Y allí estaba yo en la noche oscura en un confín del mundo con dos policías que me llevaban en la 4 x 4 por un descampado sin decir una palabra. El acompañante llevaba un arma larga que parecía de guerra. Después de un atardecer espectacular había llegado a Tripartito, la triple frontera entre Perú, Bolivia y Chile. Me demoré viendo las luces increíbles y llegué de noche. El cielo parecía transparente y en dirección a Bolivia la tormenta creaba con los últimos rayos una gama diferente de púrpuras y azules. Pasé gran parte del día mirando tormentas y viendo que no se me vinieran encima. Caían rayos que me hacían sobresaltar aunque fueran lejos. En un momento tuve que agarrar una bajada directa hacia ese cielo púrpura: the heart of darkness. Cada tanto me llegaban unas gotas como para que supiera de mi suerte y no me confiara. Me entretuve con ese atardecer sin sol, solo sus efectos sobre la línea de las montañas y rebotando en las nubes. Me distraje y la noche cayó de golpe como es siempre por aquí. Subí una última lomada y llegué al pueblo. Un agujero sin luz. Lo que me imagino debe ser medio oriente bombardeado. Casitas aquí y allá, escombros por todos lados, pozos y restos. Todo apenas visto en la oscuridad. Vi un auto de la policía y un agente saliendo de un edificio en ruinas. A quién busca me preguntó. Mala señal. Quiero ir a Chile. Me señaló una dirección en la oscuridad, para allá. Me informaron que ustedes me sellarían el pasaporte le dije. «No» me contestó. Pero puede decir que se perdió. Necesito que me sellen el pasaporte insistí. No. Después de varias idas y venidas dos agentes de muy mal humor me dijeron que me llevarían al próximo pueblo. Un pueblo de verdad no como este. Hay un hotel y allí se puede quedar. He dormido en más de una comisaría. A veces acampando en la puerta, a veces en algún cuarto vacío que me ofrecieron. Estos policías estaban enojados conmigo. Por llegar allí de noche y pedirles algo que no podían hacer. Una gran pampa y un país para cada punto cardinal.
No es un hotel el de ese otro pueblo a donde me llevaron. En el pueblo no hay un alma tampoco, pero al menos hay luz y un almacén con un personaje que me alquiló esta pieza donde la gente viene a suicidarse. Estoy contento pero. La noche se viene abajo de estrellas. A pesar del cambio de planes para lo que sigue estoy muy feliz de haber llegado al confín de los tres países, quería estar acá. Ahora para cruzar y llegar a las montañas de ahí enfrente, montañas que me quitaron la respiración cuando aparecieron esta tarde, en especial esos dos volcanes gemelos de cumbres nevadas vistos desde la distancia, deberé bajar al mar para salir legalmente del país. Pero para bajar al mar primero tengo que volver a subir. Es así. Antes había amanecido junto al río. Seguí junto a la laguna por un paisaje solitario. Saludé a cada quién que me crucé. Todos se mostraron muy amables e incluso el señor Eleuterio me invitó un té de coca y me dijo que cuando quiera me llevaba a su cerro. Esa hermosa montaña nevada que ayer me hizo también sonreír de alegría. Después llegué a la famosa pista y justo en ese momento una camioneta llegó y se paró y varias personas me preguntaron a dónde iba y me indicaron la mejor forma de llegar. Después se fueron dejando la ruta vacía como si hubieran aparecido solo para ayudarme. Me adentré por otros caminos solitarios y llegué a un verdadero pueblo fantasma con un solo policía en una barrera que me indicó que la policía nacional me iba a sellar el pasaporte y podría pasar a Bolivia o Chile si lo quisiera. Comí en un rancho y continué por el camino rodeado de cerros nevados, volcanes y cañones. Después llegó el atardecer inolvidable y la conversación absurda con el policía en la oscuridad y el frío de ese agujero abandonado y el momento en que esos otros dos policías, uno armado con esa arma larga de guerra, me pidieron que subiera a la camioneta para salir por un camino polvoriento, ya no rodeado de montañas soñadas sino de oscuridad y el recuerdo de Darcy diciéndome qué corrupta es la policía del Perú. Pero no. Me trajeron hasta aquí sano y salvo y hasta se les había pasado el mal humor.

Días después en efecto llegué a Bolivia y al fin me crucé con los contrabandistas. Después de andar todo el día llegué a un pueblo con una plaza y un molino. Frente a la plaza con el molino está el salón comunitario donde me alojaron en una habitación. Un poco más allá está la pequeña iglesia con una linda torre y su campanario aunque con los ladrillos sin revocar. En el molino de la plaza había posado un halcón peregrino que vigilaba las palomas que andaban por ahí alborotadas. Se escucha una música lejana. Los negocios abren y cierran a cualquier hora. Fue un día largo y hermoso. Ciento seis kilómetros andando por terraplenes, piedra y arena de varios colores y texturas. Había despertado temprano. Mi primera noche entera sin apnea por la altura. Mientras dormía, pensaba o soñaba que pensaba ¡estoy respirando! Ya me había despertado cuando de madrugada bien temprano las camionetas tocaban bocina buscando pasajeros. Todo es así nomás. La gente es amable. Vi el amanecer desde la ventana del hotel. También desde mi ventana se podía ver el gran cartel del frente: Hotel. El pueblo despertaba de a poco. Pasé a charlar por una agencia de camionetas donde me indicaron sin dudar el camino que ya había decidido tomar. Eso me aseguró en mi decisión y me alegré. Ayer en el atardecer era la incertidumbre de cómo seguir, de si meterme en esos caminos que apuntan hacia la nada. Hoy la luz del amanecer en el campo. Los cerros cercanos y los volcanes nevados hacia el norte. A los pocos kilómetros de empezar encontré un río manso que tuve que badear mojándome los pies. Más adelante fue otro. Anduve por los arenales como en una canción de Larralde que vengo cantando hace rato (Chancha Via Circuito Remix). Una premonición. Al mediodía pasé por un pueblo bastante grande en domingo con su gente en misa y los taxis estacionados en la plaza. Todos llenos de barro y sal como si fueran autos de rally. Saliendo de Chipaya, ese es su nombre, crucé un par de puentes precarios para peatones y motos. Dos camionetas no se animaban a cruzar el río que había que badear. Varios pibes en motos miraban con curiosidad la escena esperando que los autos se los llevara el agua. Un rato después me pasó la caravana de contrabandistas. Unos cuantos autos en convoy que vienen desde Chile eludiendo controles. Una especie de Rápido y Furioso de la puna. La gente les tiene un poco de miedo y cuenta historias que llevan armas y tal vez drogas. Unos días atrás venía bajando por Chile y había unos desvíos que entraban y salían a Bolivia. Es tierra de nadie y los carabineros me aconsejaron que me cuide si se me ocurría pasar. Lo hice en una oportunidad para ahorrarme una gran subida por el camino oficial. Cada policía dice que la otra policía es la más mala. Les creo un poco en este caso. Más que de los contrabandistas, que hacen su trabajo, que me cuide de la policía me dijo un carabinero. A los contrabandistas no hay que molestarlos y ya, en cambio si la policía o el ejército me encuentra del otro lado cualquier cosa puede pasar. En un momento los autos doblaron en una huella que apenas se veía y me dejaron solo en mi camino. Yo a mi vez unos cuantos kilómetros más adelante perdí la huella. Fue al llegar a un arenal de color rojo. Parecía el lecho de un río seco. O un río de arena roja, no sé. Tuve que arrastrar la bici entre los matorrales y la arena para buscar la huella perdida. Más adelante llegaron la dunas. Tres verdaderas dunas que aparecieron de la nada. En varios momentos del día me sentí en la pampa y en otros me sentí en la sabana africana también. Los cerros se alejaban y acercaban. El cielo se reflejaba en el río y los bajíos.

Ahora la lluvia repiquetea en el techo de madera. Más tarde se convertirá en nieve cuando baje la temperatura en la madrugada. La casa está a oscuras y en silencio. Hace un rato bajé al baño iluminándome con la lámpara frontal como si caminara de noche por un bosque. Hoy fui en la bicicleta hasta el lago Espejo. Las cumbres nevadas y el cielo plomizo como en blanco y negro. La superficie del lago inmóvil. Después dejé la bicicleta y corrí junto a la ruta otros diez kilómetros. Una sensación nueva. Mi cuerpo parecía pesado pero sin embargo el reloj decía que iba bastante rápido. Paso la mayor parte del día leyendo y cuando el tiempo lo permite voy corriendo por el sendero al lago. Tres veces en la semana fui a la pileta. Después paso por la YPF donde tomo un café y miro por la ventana el movimiento del pueblo. Ben trabaja reparando el barco, Mario fuma un cigarrillo tras otro y Thorsten viaja por Finlandia en su camioneta amarilla.

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