Hace unos días leí un tuit un que me hizo reír mucho (LOL). Decía así:
Dejemos de traer libros en el bolso a festivales. No nos mintamos más. Nunca sucede, no va a suceder.
No conozco a su autor, un tal Sr. Ulloa, pero es uno de esos amigos con que las redes sociales nos llevaron a crear este tipo de amistades. Me reí, les decía, porque yo soy una de esas personas que se llevan libros a los festivales y también a los viajes. Libros que nunca leo y a los que les sumo otros que voy comprando en el camino. Unos días después, en otro libro (pero ¿cómo?, ¿no es que a los libros no los leías?; todo es ficción, queridos lectores), me encuentro con el siguiente pasaje:

Regreso al Carlton, que tanto le gustaba a Scott Fitzgerald. Y, como todas las noches, estoy agotado pero no puedo dormir. Retomo el libro que estoy leyendo y leo unas páginas, las mismas que leí ayer y que ya olvidé, hasta conciliar el sueño.

El autor de este texto no es otro que el mismísimo Thierry Frémaux, quien, aunque suene demasiado extraño, se hace tiempo para leer durante ¡Cannes! Así que, querido Sr. Ulloa, no se sienta mal por pertenecer a este club extraño de gente que goza y sufre la necesidad física de tener que andar arrastrando libros por la vida (y los festivales), aunque casi nunca los lea. Esperemos que los amigos japoneses, como hicieron con la palabra “tsundoku” –que define a los compradores y apiladores de libros–, encuentren un término para definir nuestra patología.

Los libros que me traje para leer esta vez, para confirmar mi idiotez, son dos volúmenes enormes: Selección oficial,de Frémaux, tiene casi 600 páginas, y Breviario de saberes inútiles – Ensayos sobre sabiduría en China y literatura occidental, de Simon Leys, por ahí anda. De Simon Leys me gustan muchas cosas. La más importante es que se trata de un occidental enamorado y conocedor del arte y las costumbres asiáticas (China, para ser más precisos), además es uno de los pocos que supieron tratar de tonto al mismísimo Roland Barthes. No es poco (pero de esto hablaremos alguna vez en nuestra recién estrenada columna: “Una pila de libros”). Me gustan sobre todo un par de ideas que atraviesan varios de sus textos. Una de ellas tiene que ver con el amateurismo. Justamente en Cannes, el reino de los profesionales exitosos, vale la pena leer este breve párrafo:
La superioridad del aficionado respecto del profesional es una idea notable y provocadora, tanto más provocadora porque no suele estar presente en la cultura occidental, donde el punto de vista más general suele considerar que solo puede ser serio el profesional, mientras que el enfoque del aficionado está necesariamente teñido de frivolidad.
En este mundo hiperprofesional y espantoso que Cannes celebra en sus películas y en su concepto general del cine como arte e industria, es bueno recordar que las cosas pueden ser diferentes.

Simon Leys también asegura, en varios de sus escritos, que en épocas pasadas hacer nada era un gesto noble, que los artistas llegaban a una posición en sus carreras y a partir de ahí se dedicaban al ocio. A contemplar el pasar de la vida. Y lo mismo ocurría con los nobles. No hacer nada era un signo de distinción, pero eso cambió radicalmente. Hoy en día, la gente logra fortunas, accede a lugares de poder para producir más, ganar más dinero, etcétera. Todos se comportan como CEO de empresas, dedicados a demostrar sus bríos laborales y capacidades productivas. Un director de un festival extranjero (aclaro que todo lo que no soy yo para mí es extranjero) anuncia su llegada a Cannes y nos informa que a partir de ese momento se pone a trabajar en su festival, para el cual aún falta un año. Me ha pasado de estar en festivales con colegas, muchas veces gente inteligente, que en cualquier momento interrumpen sobremesas, desayunos o charlas interesantes con frases como “me pongo a trabajar un rato”, “subo al cuarto a trabajar”, “trabajo un rato y bajo”. Uno sabe que ese “trabajo” consiste la mayoría de las veces en abrir la computadora y entrar en Facebook para ver en qué andan sus amigos. En el fondo, y esto se relaciona con lo que hablábamos en la columna anterior, esa tarea social también es parte de este bendito trabajo. Aquello del ocio creativo fue enterrado por los fisicoculturistas del trabajo.

Obviamente este texto fue escrito como modo de justificar mi vagancia. Algo que también suelo hacer con una anécdota con la cual torturo a mis amigos contándola cada vez que tengo la oportunidad. Aprovecho este momento para exorcizarla y, como dije, queridos amigos, no citarla nunca más. La historia, quizás falsa, dice así:
Durante un partido en el que Boca Juniors la estaba pasando muy mal, el esforzado Rattin corría de un lado para el otro echando el bofe (¡à bout de soufflé!) y persiguiendo rivales, mientras Menotti paseaba su longilínea figura caminando por la cancha. Cansado de esta actitud, el recio Rattin le gritó a Menotti que corriera. La lapidaria respuesta de Menotti fue:
Corré vos, que no sabés jugar.
Pero el problema aquí somos nosotros, los que carecemos de talento, pero aún así odiamos tener que andar mostrando al mundo nuestros esfuerzos.
Me despido, pero antes le dedico este texto al amigo Sr. Ulloa, y le propongo que el día que nos veamos en algún festival nos intercambiemos el libro que hayamos llevado y, por supuesto, sigamos sin leerlo.
Me cansé. Me voy a trabajar un rato.
Hasta la próxima.

PD: Termino esta segunda entrega de los textos canninos y me doy cuenta nuevamente de que no hablamos de cine. Les cuento entonces brevemente que el verdadero homenaje a Simon Leys fue involuntario y vino por parte de una película exhibida en copia restaurada en la sección Cannes Classic. Se trata de A ilha dos amores (1982), de Paulo Rocha, y es una obra mayor que cuenta la historia de un escritor portugués en Japón y a la que le dedicaremos más tiempo, como se merece, en las próximas entregas. Sepan disculpar.

Txt y fotos: Marcelo Alderete

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